Hasta siempre, profesor Ernesto Quezada
con melodía que parece azul;
y para mi cuenta su viaje
y la canción se estrena un traje.
Y para mí tañe el laúd
precipitándolo como un alud;
sospecho que su melodía llega de amar la poesía.
—Silvio Rodríguez
Hoy ha fallecido Ernesto Quezada Bouey, o el «profe», como muchos de sus alumnos le decíamos. Mucho se ha hablado del rol que jugó en la internacionalización de la guitarra clásica chilena gracias al desarrollo técnico y musical del instrumento, elemento que se vio reflejado en los logros de muchos de sus alumnos formados en la Universidad de Chile, y en los premios internacionales que han obtenido. Pero más allá de eso, el «profe» fue mentor, maestro, consejero y un amigo con quien muchos seguíamos en contacto luego de finalizar nuestros estudios. Para algunos en Chile y otros en el extranjero, la visita al «profe» para saber cómo estaba, para preguntarle por sus proyectos, para saber de sus nuevos alumnos, y años más tarde para saber cómo se encontraba de salud, era algo que no dejábamos pasar. Porque la relación que establecíamos en la sala del sexto piso era una relación que iba más allá de lo académico. Era una relación entre dos personas, de maestro a estudiante, de maestro a discípulo, que me atrevería a decir que funcionaba retroactivamente y en la que ambos salían enriquecidos después de cada clase.
El profesor de instrumento siempre es alguien con el que se tiende a construir una relación cercana que se diferencia de otras profesiones o carreras. Una clase semanal, durante ocho, nueve o incluso diez años, sumado a conciertos, o reuniones afines, son instancias en las que las relaciones humanas se forjan y enriquecen. Y si el profesor muestra realmente una vocación en la enseñanza, una preocupación que se da por la persona en general, sabiendo que el ser músico involucra una formación holística, entonces las posibilidades de establecer lazos más profundos son realmente altas y duraderas. Y éste fue el caso para muchos de nosotros.
Sin lugar a dudas la labor del profe como maestro de generaciones de guitarristas ha sido lo más difundido dentro de los círculos especializados y la prensa. Es el gran responsable de lo que se ha denominado como el nivel internacional de la guitarra clásica chilena. Sin embargo, la única manera de lograr entender por qué fue capaz de crear una escuela, es entender un poco su historia, sus decisiones y riesgos. Porque todo fue una serie de acontecimientos que han llevado a crear una verdadera historia de la guitarra chilena, donde él juega un rol fundamental.
Ernesto Quezada hizo sus estudios de guitarra clásica en la Universidad de Chile, pero fueron los instrumentos antiguos la forma en la que decidió ejercer su labor de intérprete. Y es aquí el primer punto donde él marcó una diferencia; en años donde los estudios de postgrado eran una rareza más que una generalidad, viajó a Suiza a estudiar música antigua a la Schola Cantorum Basiliensis, con Hopkinson Smith, el lugar más exigente y prestigioso para hacerlo. En otras palabras, desde el primer momento, sabía que la única manera era buscar un nivel de excelencia que más tarde terminaría inculcando en sus alumnos. Posteriormente, volvió a Chile a ejercer la docencia en su cátedra en la Universidad de Chile, pero paralelamente fue capaz de mantener una activa labor interpretativa dando recitales en laúd renacentista, guitarra barroca, vihuela y laúd barroco como solista. Gracias a la tecnología, hemos podido acceder a muchas de sus grabaciones en vivo en Youtube. ¡Cuán musical y virtuoso era! Su técnica era depurada, su fraseo claro, flexible y creativo, y su elección de repertorio novedosa y atrayente. Paralelamente, fue parte del conjunto Syntagma Musicum, pero me atrevería a decir que gran parte de su genialidad estaba en su labor como solista, ya que era y sigue siendo lo más exigente de la labor de los solistas dentro del mundo de la música antigua.
Y toda esa calidad interpretativa fue capaz de transmitirla a sus alumnos que audicionaban y estudiaban en el frío edificio de Compañía 1264. Desde los años ochenta hasta el día de hoy, el «profe» Quezada entregó sus conocimientos a generaciones y generaciones de jóvenes músicos. Nunca dejaba de sorprenderme el entusiasmo con el que hablaba de nuevos alumnos, incluso luego de ya haber formado a varios eximios guitarristas muy exitosos en la actualidad. Era como si estuviera empezando a enseñar por primera vez. Muchos profesores en sus últimos años pierden las ganas y la convicción, pero siempre era estimulante ver como el «profe» no caía en eso, sino que cada individuo para él era un nuevo desafío. También es cierto que su forma de enseñar no era para todos. Era disciplinado, exigente y detallista. Esperaba que el alumno fuera consciente de sus objetivos y esperaba mucha seriedad en ellos, lo que se traducía en horas y horas de práctica diaria. En los exámenes era con frecuencia el miembro más exigente en la comisión y el que entregaba más detalles cuando uno pedía una opinión. Cada audición era importantísima, y cada alumno trataba de dar lo mejor de sí. Y no era fácil obtener una felicitación, o una frase similar a «esta obra está perfecta». Siempre había algo que mejorar, lo que para varios podía ser desgastante y desestimulante. Pero para muchos de nosotros era lo que nos empujaba a ir más allá.
Pero era justo, muy justo en su juicio. Y preocupado. Y generoso. Veía en cada uno a una persona distinta, y de una u otra manera era capaz de sacar lo mejor de nosotros, lo que se traduce en que cada uno de sus alumnos es muy distinto sobre el escenario, manteniendo rasgos comunes como la expresividad y la solidez técnica. Pero la elección de repertorio y ciertas elecciones interpretativas son muy personales, siempre sustentadas en un discurso musical coherente.
Esa individualidad y preocupación se traducía en llamadas por teléfono sobre una obra particular que podíamos incorporar al repertorio; en un disco compacto específico que contenía obras que de seguro eran interesantes de escuchar; en alguna información específica sobre un concurso; en una llamada que nos daba noticias sobre el resultado de un compañero en una competición; en una conversación de pasillo importante; o en una reunión post audición en el Bar Nacional.
Mención aparte eran las audiciones de la cátedra, donde el profe se podía ver retratado totalmente en ellas. Primero que nada, tocaban los alumnos que estaban en nivel para hacerlo, lo que implicaba que la primera audición en la que uno participaba marcaba un punto de inflexión. Segundo, cada audición contaba con un detallado programa, donde el orden de participación era de acuerdo al curso, lo que no siempre se traducía en un orden correlativo de dificultad de las piezas, y uno podía ver desde el primer momento qué obras se interpretarían, lo que generaba también expectativas. Y quizás, lo que más recordamos, era la frase que acompañaba cada programa, tomada de libros de tablaturas o tratados de música antigua, que muchas veces estaban escritas en español antiguo. Y de una u otra forma, esa frase nos interpelaba.
Los conciertos en la Sala Isidora Zegers marcaban nuestro proceso, nuestro aprendizaje, y nuestros desafíos. Primero partíamos compartiendo programa con un compañero, y luego procedíamos a hacernos cargo de un programa completo. Y siempre que estábamos sobre el escenario podíamos ver que en la última fila estaba el «profe», ya que sus anteojos eran distinguibles a la distancia; y junto a él una serie de sombras que eran nuestros compañeros de cátedra. Pero también su apoyo estaba presente en la visita previa al concierto en el camarín, en el intermedio para decir que lo estábamos haciendo bien, y al final, donde era la primera persona que nos felicitaba después de éste. Paralelamente, su éxito como pedagogo era su constante actualización sobre lo que estaba pasando afuera. Gracias a sus viajes y a una constante búsqueda de información, el profe estaba perfectamente al tanto del nivel en el que los concursos internacionales se estaban dando, y a lo que tarde o temprano muchos de nosotros nos enfrentaríamos. Y esto era fundamental, porque nuestras expectativas estaban fundadas sobre bases sólidas y no sobre supuestos.
Pero los concursos y éxitos de sus alumnos que lo hicieron tan reconocido, eran un camino a la profesionalización de nuestra actividad, que se ve reflejado en que la gran mayoría de sus alumnos vive y trabaja como guitarrista clásico, a través de la interpretación y la docencia. Porque los años invertidos en el conservatorio tenían ese objetivo, el poder dedicarnos a lo que tanto amábamos después de largos años de esfuerzo, logrando hacerlo al más alto nivel posible dentro de las oportunidades de cada uno.
Quizás al profe que recordaré con mayor frecuencia, será al profe de Loncoche, donde muchos tuvimos la posibilidad de pasar largas jornadas guitarrísticas, de descanso y de vacaciones. Era aquí donde el profe estaba en su salsa. Era el sur donde creció, donde jugó junto a sus hermanos, donde sus recuerdos e historias más entrañables se encontraban. Para nosotros era una ventana a su historia. Y a la vez era una oportunidad; eran horas y horas dedicadas al instrumento, donde luego de levantarnos muy temprano, comenzábamos a estudiar desde las ocho y media; luego almorzábamos, para seguir estudiando en la tarde. Y al final del día, podíamos ir a comer, o hacer deporte (los menos), jugar cartas o simplemente conversar como amigos y compañeros que éramos. Era aquí cuando veíamos al profe sumergido en sus transcripciones de música antigua, en sus estudios de mandolina, en su escucha atenta de nuestros progresos, o en su felicidad de estar en este sur que pocas veces he vuelto a visitar desde esas jornadas.
Porque el profe fue siempre una persona de bajo perfil; sus alumnos eran su prioridad. Su participación en comisiones y deberes académicos eran su deber y lo tomaba con responsabilidad, pero sabíamos que su corazón no estaba en esas labores; no quería presencia más allá de su sala de clases. El progreso de sus alumnos era su motivo en la universidad, y todos nosotros lo sabíamos. No era necesario que él dijera nada, pero desde el primer momento en que éramos aceptados en su cátedra todos sabíamos que la exigencia era mayúscula. Pero esta disciplina en muchas ocasiones no era verbal; se sentía en el ambiente y era realmente palpable en el progreso de los estudiantes más avanzados, en sus logros, en sus éxitos y también en los errores.
Como decía antes, el mayor logro del profe Quezada es que sus alumnos hemos podido dedicarnos profesionalmente a la guitarra clásica y han podido seguir viviendo de ella en sus innumerables facetas. Nombres son muchos e intentaré nombrarlos a todos, y pido perdón por olvidar alguno: Luis Orlandini, Romilio Orellana, Wladimir Carrasco, José Antonio Escobar, Carlos Pérez, Rodrigo Díaz, Pedro Pablo Iglesias, Cristian Gutiérrez, Nicolás Emilfork, Camilo Sauvalle, Pablo González, Miguel Ángel Calderón, Francisco Liberona, Luis Guevara, Emmanuel Sowicz, Alexander Panes, Nicolás Acevedo, Marco Vega, Cristian Medina, Miguel Álvarez, Mauricio Espinoza, Benjamín Zúñiga y Mauricio Zúñiga, entre otros.
Y ese profe Quezada más personal fue el que me tocó conocer ya egresado, en conversaciones en conciertos, pasillos y en mis visitas a Chile, en las que el ir a verlo era algo que siempre quería hacer tan pronto como llegara. Nunca olvidaré cuando dijo «cómo está, mi amigo Nico». En ese momento confirmé lo que ya sentía hace tiempo; que el profesor, el maestro, también era el amigo. Porque como cualquier persona también tenía sus defectos. Pero a la vez tenía virtudes gigantescas y variadas, donde los mayores receptores éramos aquellos que lo rodeábamos: sus alumnos, sus amigos y su familia.
Y muchos de nosotros conocimos a ese profe Quezada. Es el profe del Eladio, del Costanazca, del Le Due Torri. Es el profe que creó Guitarra Viva, y es el profe que ayudaba a gestionar conciertos. Es el profe apasionado por la genealogía, que buscaba raíces en Europa y que preguntaba sobre mis ancestros ucranianos. Es el profe generoso y bueno, preocupado, de bajo perfil; es el profe que todos extrañaremos. Es el profe de la casa esquina de Ñuñoa, al que podíamos llamar en cualquier momento para preguntarle por dudas. Era el maestro. Era el compañero y era el amigo.
Sin lugar a dudas Ernesto Quezada será la persona recordada por muchos como el hombre que profesionalizó e internacionalizó la guitarra clásica chilena al mundo. Pero para muchos de nosotros fue, es, y seguirá siendo el profe de la sala 605-B, de las audiciones del sexto piso, el de los restaurantes y el de tantos conciertos en la Sala Isidora Zegers. Hasta siempre, profe; lo extrañaremos demasiado. Gracias por lo entregado, y gracias por su generosidad infinita. Puede estar tranquilo porque con nosotros, su escuela seguirá viva y presente.El Guillatún
Patricio
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Excelente Nicolás!!!!
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Nicolas Emilfork
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Muchas gracias, Patricio!
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Wladimir Carrasco
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Excelente columna Nicolás. Grandes recuerdos de nuestro paso por la clase del Profe Quezada.
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Nicolas Emilfork
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Muchas gracias por tus palabras, Wladimir! Escribir este artículo fue una manera de decir adiós a la distancia. Un gran abrazo!
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Rodrigo Moyano
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Muy bien Nicolás. Excelente. Retrataste de manera notable al “Profe Quezada”, como le decíamos. Sin duda es una gran pérdida. Un gran abrazo a todos quienes hayan tenido el privilegio de sus consejos, su guía y apoyo.
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Nicolas Emilfork
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Gracias por tu comentario, Rodrigo! La idea era esa, tratar de describir la dimensión humana del “Profe” Quezada
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Isolina
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Don Ernesto Quezada. Un gran profesor y muy apasionado por sus guitarras.
Siempre lo recuerdo como lo que fue y rodeado de sus alumnos.
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