Dibujando como cabro chico
Con cierta frecuencia me preguntan si dibujo. Como si alguien que adora comer pan tuviera que ser panadero o un fanático de los autos de carreras supiera cómo pilotear uno o, mejor aún, cómo fabricarlo. La verdad es que sí. O mejor dicho, sí, lo hice. Alguna vez, como todo niño, dibujé. Calqué las figuritas del álbum de los Pitufos en los ya lejanos años ‘80, dejé de entender las fracciones tratando de comprender cómo se dibuja una mano, me aventuré en las intrincadas sutilezas gráficas de Fido Dido y en los explosivos peinados de los Caballeros del Zodíaco, gasté mis ojos tratando de reproducir en 90 minutos de clase de artes plásticas semanal un haz de luz a través de una botella.
Pero en algún momento dejé de hacerlo. Fue una mañana en segundo básico cuando todos, incluido yo, descubrimos el terrorífico murciélago, de rojos colmillos que escurrían la sangre más real que jamás habíamos visto, que había dibujado Rosselot, el dibujante más hábil del curso. Fue el final de mi carrera. Y en alguna parte Miguel Bosé cantaba: «Ser tercero es perder. Ser segundo no es igual. Que llegar en un primer lugar».
También recuerdo, cómo no hacerlo, a todos esos profesores que nos forzaron a trazar márgenes perfectos en hojas de block Medium Artel, a 1.7 cm de la orilla, ni un milímetro más, ni un milímetro menos. En el horizonte de esas líneas esculpidas con el rigor de la regla y la abulia de la educación pública municipalizada se fueron hundiendo las ganas de crear de toda una generación pre Artequín.
O de casi todos. He hablado con muchos ilustradores sobre ese instante en sus vidas en que se dieron cuenta de que tenían habilidades para dibujar. Las respuestas varían. Para algunos era tan natural como respirar, un modo de expresión que nunca se cuestionaron. Para otros una forma de encajar en el grupo, un refugio para la timidez, una manera de ser querido y construir un espacio propio como en el libro Margarita en un mundo de adultos, donde la ilustradora Margarita Valdés relata con un humor y ternura su descubrimiento del dibujo.
Lo cierto es que, más allá de las destrezas innatas que pudieran o no tener, siguieron dibujando y no dejaron nunca de hacerlo. Mantuvieron en movimiento ese impulso tan espontáneo y natural, desprejuiciado y juguetón, que tienen los niños con el dibujo. Y supieron guardar en sí el recuerdo de esos momentos en que el mundo se reducía a una hoja en blanco y algunos lápices de palo, manteniendo un espacio secreto desde el cual mirar y crear un universo.
«Una caja de lápices que le regala su madre pone un alto definitivo a la docilidad constreñida de Margarita», ha señalado la investigadora Joelle Turin en un agudo análisis del libro de Margarita Valdés, haciendo notar la importancia del dibujo en la vida de un niño. «Escapando al dominio de sus hermanos mayores y tomando posesión de las “herramientas” adecuadas a su edad, la niña cubre las paredes y los pisos con sus dibujos. La conciencia de su creatividad y de sus gustos personales la libera a tal grado que deja de ser sensible a las críticas y a los reproches de los adultos que han perdido el don de alzar el vuelo, como lo dice el Peter Pan de James Matthew Barrie», agrega.
Libertad y vuelo. Conciencia y sensibilidad. Suena simbólico, y tal vez exagero nuevamente, que gran parte de la educación artística que nos dieron se basara en poner límites, no salirse de la línea, respetar los márgenes, colorear de verde lo que es verde, de azul lo que es azul. «Todos partimos dibujando, porque todos fuimos niños», resumía acertadamente el ilustrador Mauricio Barriga en una inspiradora conferencia. «Pero al poco tiempo dicen “no dibujo bien” y después dicen “no sé dibujar”. Lo que es terrible, porque efectivamente olvidan cómo dibujar y con eso se alejan de la posibilidad de ser creativos, originales, ser espontáneos y hacer las cosas que sentimos».
No puede ser más cierto. Los niños dibujan sin ataduras, sin pensar en lo que está bien o está mal, porque simplemente para ellos no existen los antagonismos. Ni siquiera en nuestra sociedad sobretecnologizada, donde las nuevas generaciones nacen con un celular en una mano y un router en la otra, ha logrado desalojar en los niños el gusto ancestral que nos impulsa a rayar una hoja en blanco, una pared o aquellos libros de cuentos infantiles ilustrados por adultos que guardamos bajo siete llaves.
Tal vez llegó la hora de volver a poner atención en esos espacios de libertad creativa, no con la intención de que todos sean ilustradores o grandes dibujantes, sino con el propósito de reconectarnos con cosas esenciales, con el placer de hacer sin objetivo, sin metas en Excel ni estándares de productividad.
Quizá en ese espacio de creación nos reencontremos con una parte de nuestra esencia y podamos recuperar algo de la pureza perdida, o simplemente poder exclamar, como el poeta Andrés Sabella «Dibujo para que haya en mi casa locura y maravilla. Dibujo porque es mi domingo dibujar».El Guillatún
Valeska Tapia
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Toda la razón.
Aquellas desviaciones de los márgenes impuestos, quizás son la invención de algo nuevo y maravilloso.
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Patricio Vargas
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Que buen texto, lo compartiré en mis redes, y sí, todo esto me recuerda a una maestra de dibujo que decía una frase clave (al menos para mí) “Dibujar, no es hacer un dibujo”
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