Literatura de madres / literatura de hijas
Sobre «El tiempo que nos pertenece» de Isabel Hernández y «La resta» de Alia Trabucco Zerán
Creo que fue Alejandro Zambra quien en su libro Formas de volver a casa instaló, acaso sin querer queriendo, las bases de lo que ahora en los circuitos académicos se llama «literatura de los padres» y «literatura de los hijos», para referirse a los temas y procedimientos de dos generaciones marcadas en distintas direcciones por el flagelo de la dictadura.
Casualidad o causalidad, en mi velador se han dado cita dos libros que bien podrían ser un giro de género, el retruécano necesario para desde el lenguaje combatir el machismo arraigado en este país y en su literatura. Se trata de El tiempo que nos pertenece de Isabel Hernández (Ceibo Ediciones) y La resta de Alia Trabucco Zerán (Tajamar Editores), novelas que bien podrían ser literatura de madres la una y «literatura de hijas» la otra.
Veamos pues.
Fui invitado a presentar el libro de Isabel Hernández sin conocerla a ella ni a su obra. La novela de esta escritora argentina me estremeció como la canción de Silvio Rodríguez:
Me estremecieron mujeres
que la historia anotó entre laureles
y otras desconocidas gigantes
que no hay libro que las aguante.
La trama de El tiempo que nos pertenece podría ser resumida como la historia de un amor imposible en tiempos de revolución. Pero creo que semejante reduccionismo no contribuye sino a mantener el sesgo de género: de qué otra cosa si no escriben las mujeres. No. Es una novela narrada en primera persona por una mujer que fue joven durante esos «locos años 70». Una joven que, como todos quienes fueron jóvenes entonces, soñaron y lucharon y bailaron y se amaron porque iban a cambiar el mundo. Cuando el Ché con su sola existencia encendía la sangre de cualquier joven con sangre en las venas, y aún no era una mera polera estampada. Los años de ser joven, cuando se es dueño del tiempo.
Pero sabemos que a final de cuentas ser joven es básicamente vivir el paso de la infancia a la adultez, y en la novela de Isabel Hernández asistimos al cruento testimonio de cómo vivieron esa tragedia muchas jóvenes, que se hicieron madres en las peores circunstancias, atravesadas por la muerte. Una juventud perseguida, desaparecida, sin espacio ni tiempo para conocerse siquiera con sus propios hijos e hijas.
La novela transcurre a ambos lados de la cordillera. La protagonista es una mujer en la flor de la vida, emancipada, autónoma. Es un libro que en algún sentido podría haber escrito mi madre. Pido perdón por llevar el asunto a un terreno tan personal, biográfico. Pero de verdad es muy difícil para uno salir de ese terreno. Por eso esto no pretende ser una crítica si no un mero comentario. Es difícil porque uno encuentra tantas similitudes, tantas alusiones a sucesos que uno conoció en carne propia. Yo viví como niño exiliado en la Argentina de Alfonsín, que salvando las distancias fue como el Chile de Aylwin. La medida de lo posible. El breve preámbulo al más descarado véndanlo todo. En fin. Por eso el libro me gana de entrada. Me atrapa. Me lleva al Buenos Aires de mi infancia. Es como oír a mi propia madre y a esas madres sustitutas, las tías, las compañeras de lucha que nos cuidaban cuando papá y mamá cumplían funciones revolucionarias o de resistencia. Mis madres cruzando la cordillera una y otra vez bajo el efluvio excitante de la revolución, siguiéndole la huella a un padre con muchos rostros y nombres falsos, los padres clandestinos, perseguidos, desaparecidos. Mis madres en el Chile del triunfo de la UP, en el asesinato de Prats, en el tanquetazo. Mis madres en la matanza de Ezeiza en junio del 73 cuando el general Perón volvió a la Argentina, en la retirada de la izquierda el 1 de Mayo del 74, poco antes de la muerte del populista líder. Mis madres huyendo del Golpe acá y luego del Golpe allá. Mis madres justo en esos momentos pariéndonos, a mis hermanas, a mis primos, a nosotros mismos. Tan parecidos los muertos a uno y otro lado de la cordillera. Tantas cosas las que nos hermanan más allá de las fronteras. La larga y dispersa familia de las víctimas de las dictaduras.
Son todas ellas. Mis madres están a todo color en este libro, mostrando la intimidad de la militancia, con sus discusiones internas, sus complejidades éticas, sus dogmatismos, su machismo al que no se sabe cómo enfrentar. Sin remilgos, con el dolor o la vergüenza de estar mostrando una herida, mis madres en este libro exponen las contradicciones de aquellos años en que tomar una sopa Knorr podía ser un gesto burgués, en que usar un vestido coqueto era mal visto en una compañera comprometida, en que marchar o no marchar te podía costar la vida. El amor, la pasión, el miedo.
Pienso en este asunto de la «literatura de madres» versus la «literatura de hijas», y sucede que El tiempo que nos pertenece es una novela escrita en o desde el tiempo no de ser padres o hijos, ni madres o hijas, sino simplemente jóvenes. Jóvenes, o incluso niñas. Porque seguimos siendo niños a pesar de los años, las canas, los muertos, los hijos. Y eso es gracias a que escribimos. Porque escribí estoy vivo, dice Lihn. Y eso está patente también, vivo y hermosamente vivo en este libro. Es una novela sobre el descubrimiento de la escritura como ejercicio más allá de la memoria y del testimonio. Es la historia de alguien que elige vivir, alguien que encuentra más allá y más acá de los libros, sentido a la vida en la sonrisa de su propio hijo. Aunque le haya legado un fantasma por padre y un dolor insondable y sempiterno en la mirada. Y eso yo no puedo sino celebrarlo, desde adentro de mi propia biografía, desde la que escribimos todos quienes hemos sido hijos o hijas, desde la de nuestros padres y madres, y de cara a la de nuestra propia descendencia. Literatura de madres. Por mero y porfiado amor a la vida.
Por otro lado tenemos a La resta, de Alia Trabucco Zerán, el primer libro de su autora. Una novela en la que se intercalan dos voces que bien podrían ser mis primos. Niñas y niños que se enfrentan a las siniestras formas oblicuas de la muerte: el daño, la herencia. No ser criado por tu padre sino por los compañeros de lucha de tu padre, madres sustitutas, abuelas. Esa larga familia, ya lo dijimos. Ser joven entonces y saber por ejemplo que tu tío fue quien bajo tortura entregó el nombre de tu padre, porque nadie resiste la tortura. O que fue tu madre quien abrió la boca en el momento menos oportuno y por eso tu prima, con la que te criaste, no puede mirarte a los ojos. El daño, la herencia. Comprender los filos de la palabra traición. Un ácido corroyéndolo todo. Cuántos primos no ha visto uno soportar el peso de sus biografías, de las de sus padres. Y digo soportar pero yerro, porque lo que quiero decir es no soportar, es sucumbir. Hijos suicidas, hijos enloquecidos, hijas empastilladas, hijas desbarrancándose, presas frágiles de la desesperación, perseguidos por el fantasma del fracaso permanente de la vida. Uno ha visto a tanta hermana y hermano sin poder levantarse, abrazados y abrazadas a cualquier bandera absurda, como quien se aferra a cualquier madero para no hundirse, perdiendo la razón en este mundo infame, de cotidianas injusticias y vejaciones, que nos condena a una existencia de zombies. Es una habilidad cruel la de Alia Trabucco, que imposta la voz de dos jóvenes cual más dañado que el otro, uno preso de un delirio o sinrazón de cálculo y matemática, y la otra presa del infinito absurdo del lenguaje y la palabra. Uno cuenta cadáveres, la otra los narra. Ambos heridos hasta en la relación con sus propios cuerpos, ambos con las psiquis desestabilizadas, ambos sumergidos en confusas búsquedas sexuales. No poder entender el amor, no poder creer en él. Eso es lo que nos volvió unos desequilibrados sentimentales. La penetración y profundidad sicológica del hijo dañado es la más notoria pretensión escritural de Alia, que busca en el personaje de Felipe acaso exorcizar tanto fantasma, tanto dolor. Me interpreta y duele el libro de Alia:
… porque el que diga que no veía los reencuentros miente, si por eso termino [yo] yendo a buscar muertas ajenas, porque me criaron viendo a Don Francisco decirle a la señora Juanita: le tenemos una buena noticia amiga mía, su hijo… y ¡chachán! aparecía el hijo Andrés nada más y nada menos que en los estudios de Canal 13, y la gente se emocionaba y la vieja no daba más y el puchero se imprimía firme en la cara de mi abuela y entonces lloraba y lloraba…
El telón de fondo es este Santiago donde llueven cenizas volcánicas, metáfora de un país gris, donde huele a quemado, donde se perpetra cotidianamente todo tipo de crímenes contra la memoria, contra la justicia, contra la humanidad. Volcanes, aluviones, terremotos. Si hasta parece que la tierra misma quisiera ser la metáfora de un omnímodo poder destructor ensañado con este suelo. [Nota de lectura: imposible no escuchar el eco del acá también comentado Los restos de Betina Keizman, las cenizas cubriéndolo todo.] Chile: un lugar donde se pierden las cuentas, y no se sabe cuántos somos los vivos ni cuántos son los muertos.
Se supone que la literatura de hijos o hijas es la que escribimos quienes vivimos la infancia y adolescencia en dictadura, quienes fuimos universitarios desencantados durante los 90s y su narcotización consumista, y nos hicimos adultos de cara a este nuevo milenio de existencia más virtual que otra cosa. Desarraigados y escépticos, criados en el ejercicio de asumir una rotunda y sangrienta derrota, testimoniamos nuestra posmoderna condición de jóvenes sin militancia alguna, de niños ya demasiado viejos buscando un territorio firme donde hacer pie.
Es preciso terminar de lanzar palabras al viento. No he querido contar el final del cuento, revelar demasiado. Pero creo siempre que sí lo he hecho. Se trata de contagiar el entusiasmo, nada más que eso. El libro de Alia ha sido reseñado con más entusiasmo por la crítica que el de Isabel. Pero suponemos que todo a su tiempo. Aunque nunca se sabe. País machista. País donde es difícil ser mujer y aún más ser mujer y escribir. Sólo puedo desde mi condición de hombre declararme feliz y agradecido de haber conocido a estas mujeres. Son dos hermosas novelas. En ambos libros hay escenas memorables, de humor incluso, de terrible belleza, escenas de amor y desencuentro entre madres e hijas, padres e hijos. Pienso incluso que podrían cruzarse: la historia de Julia (en la novela de Isabel) bien podría encontrarse con la de Consuelo (en el libro de Alia), sus respectivos hijos, Ignacio e Iquela, serían amigos, primos. En fin. No puedo si no recomendarlas ambas, ojalá las dos juntas, tal como me tocó leerlas en esta primavera alérgica y odiosa. Vaya y adquiéralas, lectora imaginaria. Descúbralas, mire que si usted lee o escucha por ahí que se habla de la prometedora producción literaria femenina chilena, puf, se puede perder, porque hay tanta señora y señorita escribiendo libros que no les llegan ni a los talones a estas dos, puras novelas sin ovarios, con mucha menos valentía y mucha más propaganda. No, en El tiempo que nos pertenece de Isabel Hernández (Ceibo Ediciones) y La resta de Alia Trabucco Zerán (Tajamar Editores) hay mucho más que buena literatura de madres y/o de hijas.El Guillatún