El lenguaje de la provincia
Sobre «Humillaciones» de Marcelo Mellado y «Paprika el japo» de Alexis Figueroa
En una entrevista que Pedro Lemebel le hizo en 1999 a Roberto Bolaño, éste último sostuvo que la verdadera patria de un escritor es el lenguaje, que no hay literatura chilena o argentina o whatever. La frase, que suena categórica, se entiende en medio de la polémica que en ese instante sostenía Bolaño con la académica Raquel Olea. Pero abre la cierta posibilidad de una lectura para las escrituras que se autodefinen desde la patria de la provincia. Porque hay, sabrá usted lector, una pléyade de autores que han hecho de la provincia una trinchera política y a la vez un leitmotiv literario. Acá entonces revisaremos un par de libros en busca de alguna viruta de humo.
Este par de libros, Humillaciones de Marcelo Mellado (Editorial Hueders) y Paprika el japo de Alexis Figueroa (Ajiaco Ediciones), son de dos viejos conocidos. Quiero decir que los autores tienen su buena trayectoria. A pesar de ello, tengo la tentación de hacer el siguiente ejercicio comparativo, odioso por cierto: digamos que Marcelo Mellado más que premios, tiene seguidores, fans, un puñado creciente de lectores que se regocijan con sus chistes y salidas de madre. Aunque en honor a la verdad, sí, también ha ganado concursos, fondos y títulos. Pero lo que es más importante es que tiene cierta fama entre jóvenes y provincianos, si uno menciona su nombre en una facultad de humanidades es posible que alguien diga, ah, sí, es escritor, tiene una columna en The Clinic. Y si uno lo menta en San Antonio probablemente se oirá un largo abucheo. Algo es algo. En cambio Alexis Figueroa tiene en su currículum un memorable Premio Casa de las Américas ganado con su ochentero debut, un excelente poemario mítico a estas alturas; ha levantado una editorial que irradia desde la ciudad de Concepción a la región del Bío bío, dándole salida y circulación a excelentes proyectos de novela gráfica; y sin embargo podría apostar a que de preguntar por él en unas cuántas universidades no lograríamos fácilmente ninguna respuesta satisfactoria, del mismo modo que ninguna librería metropolitana debe tener idea de los Libros de Nébula, el aludido sello que él dirige. No juzgamos a nadie, sólo constatamos.
Marcelo Mellado es conocido porque entre otras cosas se ha dedicado a retratar el territorio de la provincia como un teatro de cachacascán (de ahí que como dije, lo abucheen en San Antonio). Ya se sabe, la sociedad del espectáculo, falsas peleas muy ampulosas. En sus varios libros hay una búsqueda casi de obseso. Es político el asunto. Casi con esta misma claridad, se nos dice en más de una ocasión: mire, en el mundo actual no hay ya grandes relatos, se acabaron las utopías y estamos librados al capitalismo más salvaje. Cayó el muro de Berlín y en Chile vimos cómo los socialistas se pasaban al libre mercado, y hasta tenemos un ex presidente que quiere volver a La Moneda y se dedicó sin pudor alguno a vender los recursos naturales de todos los chilenos. ¿Correcto? Bueno, en ese escenario, en ese contexto, abordar la construcción de un mundo posible distinto es un trabajo de hormiga que debe comenzar por el territorio más cercano, por el prójimo inmediato, el vecino, el barrio, la provincia.
Hasta ahí suena lindo. Lo que pasa es que Mellado, como todo quien se siente incómodo en este país que parece irse a la porra, está indignado porque esa alternativa, ese razonamiento, en la práctica es un tongo, un fiasco, un fracaso. Porque al volver la mirada al territorio local, constatamos que el funcionamiento de las ciudades pequeñas y localidades apartadas, no hacen sino replicar las lógicas perversas y pervertidas de la metrópolis y del poder. Pueblo chico infierno grande.
Así es como en Humillaciones tenemos un conjunto de cuentos protagonizados por profesores, operadores políticos, gestores culturales, funcionarios municipales, aspirantes a cargos en gobernaciones regionales, poetas sin obra, y toda esa fauna de mediocres que siempre Mellado hace habitar en la provincia porque allí los contrastes son más violentos. Por ejemplo el cuento «Teoría de la gestión» es casi una frontal diatriba en contra del origen, concepto y administración del centro cultural Ex Cárcel de Valparaíso. Y si al paisaje político local descrito, le agregamos el cotidiano condimento de crímenes, sexo y drogas, el resultado es un cóctel denso, sólo apto para rudos. Algunas perlas como ejemplo:
«Yo creo que mi editor no me paga porque se gasta la plata en jales. (…) Edi y sus boys cuentan, además, con un aparataje crítico comandado por una beata estalinista que, ubicada cómodamente en la academia católica, sólo valida los textos cuya materialidad es precaria o cuyo diseño esté alejado del canon estiloso de las transnacionales». (Del cuento «Edi Yonki».)
«Astudillo debe seguir a lo sapo a algunos conocidos y otros no tanto, y evacuar un informe. Debe redactar unos mensajes amenazantes desde un correo ficticio. Debe vigilar y tener a raya a un par de operadores dudosos. Uno de ellos es Periciado Matamala. Éste también debe vigilarlo a él, se entera, porque hay otras agencias o aparatos que están en lo mismo. Uno de ellos debe ser destruido, ambos están luchando por ocupar el lugar que quieren. Eso es la política, un sucedáneo del crimen, y eso siempre lo ha sabido». (Del cuento «Poética de la reposición».)
«Imaginen a un disciplinado y estructurado militante que se transforma en un patrimonio vivo de la República en resistencia, siempre anónimo. Un tipo con cierta soberbia porque de algún modo se siente moralmente superior al resto». (Del cuento «Charly».)
Alguien dirá que nada de esto tienen mucha gracia. No sé, yo encuentro muy divertido que un profesor, harto de hacer clases a pendejos flaites, hastiado de sentirse humillado durante todos estos años, decida cambiar de vida, subirse el pelo y reivindicarse ante sí mismo en un procedimiento de des-humillación que comienza por convertirse nada menos que en dirigente de su gremio, en líder del magisterio. Mire la estupidez absurda. Insisto, yo al menos lo hallo de lo más cómico. Cruel y trágico, pero cómico. O que un militante comunista se dedique con seriedad a elucubrar una tesis histórica sustentada en el vino y sus cepas como forma de lograr una teóricamente deseada nueva forma de relación entre las oligarquías terratenientes y las clases populares. Delirante. Según yo, hay un sentido del humor que es como le gusta el café a los rudos, negro y cargado.
Entonces si retomamos la idea del inicio y la patria es el lenguaje, lo que hace Mellado es una operación de desenmascaramiento. Porque en su lenguaje lo que hay es la burla de cómo hablan los mencionados provincianos, dentro y fuera de la institucionalidad, incluso aquellos que pretenden justamente levantarse como alternativa política, con sus tragicómicas epopeyas destinadas al fracaso. La estrategia es la ironía. El agudo filo de una pluma que no tiene consideraciones, que no espera quedar bien con nadie. Al pan pan y al vino vino.
Ahora, lo que resulta quizás más llamativo de Humillaciones, es que se asoman otras estrategias, otros registros distintos de la mencionada discursividad de la política provinciana a que Mellado nos tiene acostumbrados. Hay así, al menos 4 relatos que abren perspectivas en múltiples sentidos. Está la intimidad de la infancia en dictadura en el cuento «Archivo escolar», que nos recuerda algunos trabajos de Carlos Tromben o de Nona Fernández. Está la delicada nostalgia amorosa en «Tango», evocando a cierto Ramón Díaz Eterovic. En el cuento «Leve inclinación», hay una divertida contención que recuerda al Cortázar de Un tal Lucas, porque el hablante se detiene detalladamente en el escote de una mujer que inclinada filetea pescado en el puerto, sintiéndose erotizado al punto de elaborar una sofisticada propuesta. Por último, en el relato que cierra el libro, «Soldado», tenemos un pasaje que parece sacado de una novela histórica ambientada en la Guerra del Pacífico. Todas estas vetas dan al conjunto un inusitado colorido, una versatilidad que se agradece.
En fin. Mellado logra que uno se conmueva. Ese es el punto.
Ahora, en torno a Paprika, el japo, digamos que Alexis Figueroa Aracena entrega un delirante conjunto de relatos que transitan el sendero híbrido de la prosa poética y el microcuento. Es decir que muchos de los cuentos son apenas escenas, breves pero muy bien logradas, en las que hay sin duda una carga lírica importante. Hablo de atmósferas subyugantes, que se nos ocurren como si hubieran sido hechos para acompañar una obra plástica por ejemplo. Mucha visualidad, mucha imagen. Se nota en ese sentido el camino que ha ido trazando el autor, quien como hemos anunciado, durante los últimos años se ha desplazado hacia la escritura de guiones y novelas gráficas, combinando texto e imagen junto a ilustradores y artistas visuales como Claudio Romo, su socio en la Editorial Libros de Nébula.
Pero qué título es ése por favor. Y quiero volver al asunto del lenguaje como patria. Lo que hace Figueroa es crear un mundo propio, ubicado indistintamente en un bajo fondo de Santiago, en el puerto de Talcahuano, o en el intersticio por antonomasia que es la carretera. Los paisajes se suceden y tenemos la extraña sensación de estar en un universo paralelo. Algunos elementos aparecen y reaparecen con una constancia que no alcanza a conformar hilo argumental ni telón de fondo, antes bien marca un ritmo. Por ejemplo el mar, el río, la lluvia, formas oscuras del agua en la noche, como un fantasma que ronca bajo tu almohada. Las estampas que se nos proponen van de un realismo sucio a las más surrealistas pesadillas, pasando por intertextos que tienen un aroma a Edgar Alla Poe, a Lovecraft, a Lewis Carroll. Un botón de muestra, el microcuento «El sueño de Gulliver»:
«Cuando se durmió, el libro cayó de sus manos al piso. Quedó ahí, abierto, reflejadas sus páginas en el gran espejo del vestidor. El golpe despertó a las dormidas figuras —trazo negro sobre una tumba de tiza— de la ilustración. Miraron la luz, su reflejo, en la luna de vidrio de la novela. Luego, en silencio, salieron una a una desde la página insomne. Treparon a la cama. Desde la almohada contemplaron al hombre dormido. Respiraba. Pausado. Entonces volvieron al libro, por cuerdas. Muchas. Había un hombre montaña en la cama. Y una labor que cumplir».
El lenguaje siempre nos mantiene como en un juego, en un limbo narcótico. Por ejemplo en «A media tarde», centrado en el peculiar hallazgo de una oreja a manos de dos marginales, sucede el artilugio de que a pesar de no despegarse nunca del realismo, nos hace recordar el maravilloso absurdo de Gogol en «La nariz». O los personajes desopilantes que parecen sacados de algún Jodorowsky, con particularidades exóticas como el que da nombre al conjunto, Paprika, que es un japonés (el «japo») al que un traficante asedia en busca de su capacidad olfativa para identificar la cocaína buena y separarla de la mala; un hombre lagarto que como fenómeno de circo tiene una gracia que aparentemente no pasa de estar lleno de tatuajes («La piel verde»); o un tipo con la cara deformada producto de un intento de aborto mal hecho a manos de su madre, y que vive de la caridad de la única mujer capaz de entregarle afecto («El chulo»). Sujetos que conviven y se confunden con otros ligeramente más ordinarios, como un boxeador traicionado por su hermano («Box y destinos»), un par de sicópatas con delirios religiosos («La santa», «Cristo de Elqui», «Tomé la señal»), un exitoso ciclista caído en desgracia («J.T.S.»), un obrero que hace justicia por mano propia de una manera muy sui generis, yendo a defecar en el patio de La Moneda («Calor»), o un par de parejas perdidas de mochileros que hacen pensar en el film Lost Highway de David Lynch («Tarot», «Mar»). Las referencias son muchas. Pero lo más destacable es como hemos dicho, lo subyugante de las imágenes. Una última muestra al respecto:
«Es de noche, estás sentado ante una ventana, en la oscuridad. Afuera, luces de la calle, gente, autos, tránsito, la ciudad con sus nervios eléctricos, duros. Luces y personas, confeccionando arabescos bajo un cielo sin luna. Y entonces escuchas el ruido. Al comienzo, es bajo y distante, como el de un avión, cruzando el cielo a lejanas alturas. No lo ves, se encuentra muy alto, pero el sonido se extiende y aumenta, y suavemente el vidrio en la ventana vibra como si una mano gigante empujara el aire contra él. Pequeñas gotas se estrellan en la lámina oscura, pequeñas gotas que vienen desde el horizonte, emisarios redondos, pequeñas esferas o perlas, que estrellan su cuerpo en medio del ruido. Diminutas cascadas descienden por fuera del vidrio. Miras. Pero nada se ve. Miras hacia el horizonte desde el gran ventanal. No hay nada. Solo un muro oscuro, negro, sin ninguna estrella». («Agua»)
Entonces, si vuelvo a preguntar por la patria de la provincia, Alexis Figueroa responde con la contundencia de la carga poética que se asocia al territorio local. Los argentinos para referirse a las provincias hablan de El Interior. Como si la capital fuera epitelio, sólo máscara, perfil externo. Algo de eso hay siempre. Un tiempo y espacio otro. Y los cuentos que componen Paprika, el japo nos proponen un viaje a ese mundo interior, a ese espacio y tiempo otro, con sus penumbras, luces y sombras.
Terminaremos estas líneas así sin más, que baste lo dicho y exhibido. Humillaciones y Paprika, el japo, ambos de dos autores nacionales, prestigiosos aunque pocos sepan de ellos. Recomendamos al lector la adquisición de cualquiera de estos dos libros, intensos, conmovedores, subyugantes. No es quizás fácil dar con ellos. Pero ya sabemos que el que quiere celeste…El Guillatún