El Guillatún

Los sanadores de la tribu

Los sanadores de la tribu

Agotados de la gran ciudad, del ruido constante de los vehículos, del aire sucio, del horizonte plagado de edificios, nos regalamos escaparnos a la cuarta región, a los pagos de mi mujer. En el valle del Elqui, un amigo suyo destina lugares alrededor del río en su sitio para que algunos pocos puedan instalar sus carpas. Es un camping pero no oficial. Queremos naturaleza, río, sauces, montañas, cielo limpio, estrellas. Sonido del viento en los árboles, sonido del río, sonido de grillos en la noche.

Algunos de nuestros vecinos, sin embargo, tienen diferentes prioridades: un buen equipo de música asegura reggaeton a todo volumen. Latas de cerveza y botellas plásticas desparramadas a su alrededor (río incluido) confirman la distancia entre nuestras sensibilidades. El tamaño del auto y de las carpas indican, sin embargo, que no es falta de dinero lo que origina la falta de conciencia.

¿Cómo y dónde se forman los valores para cuidar la naturaleza y para respetar a quienes nos rodean? ¿En el colegio? ¿En la casa? ¿En la TV? ¿Cómo se originan las prioridades?

Mi cabeza comienza a divagar. ¿Cuáles son las prioridades de la sociedad? ¿La educación, la cultura? Me parece que la cosa va más por el lado del consumo, por asegurar la existencia de un sistema que permita tener plata (o acceder a tener plata a través de préstamos) para consumir. Todo desechable, para poder seguir consumiendo. Y la música no escapa de esta realidad (para llegar por fin a las ideas que quiero compartir en este artículo): música de consumo, música desechable. Música de moda, de temporada, de estación. Música masiva. Música que venda.

Dos frases me dan vuelta: «millones de moscas no pueden estar equivocadas: coma caca» y «el cliente siempre tiene la razón».

El automóvil me ha hecho volver a escuchar radio, y a reflexionar sobre el panorama radial en Santiago, al menos en las emisoras de FM. La música que se escucha allí, en su inmensa mayoría, tiene las siguientes características: son canciones (con letra, cantadas); los géneros son principalmente pop, rock o balada; fundamentalmente en inglés; los instrumentos son guitarra y bajo eléctrico, batería y teclado (si hay instrumento de viento, lo más probable es que sea saxo); duran entre 2 y 3 minutos; tienen forma «canción», y un estribillo «pegajoso», recordable; y la temática es principalmente amorosa (cuando es en castellano; si es en inglés da lo mismo, porque no sabemos inglés, o no lo entendemos cuando lo cantan).

No «caben» otras músicas, otros géneros, otros instrumentos, otras duraciones, otras formas, otros idiomas, o música instrumental. El criterio es asegurar la escucha, el «rating», asegurar que no se cambie el dial. Asegurar público, asegurar clientes, consumidores. Salvo algunos programas en algunas radios (universitarias principalmente), no hay criterios educadores y formadores (NO HAY CRITERIOS CULTURALES) en la programación de la radio y la televisión. ¿La gente no quiere otras cosas, o no es importante que conozcan otras cosas? ¿Es la gente la que decide? ¿El cliente siempre tiene la razón? ¿Millones de moscas no pueden estar equivocadas?…

La historia de la música «popular» está determinada en gran medida por los programadores de la radio y la televisión. El mercado, la oferta y la demanda. ¿Podemos los creadores estar ajenos a los mandatos del mercado?… Hay que vivir, pagar las cuentas, el colegio de los hijos, comer: hay que ganar plata. Pero, pienso yo, no se trata de «qué música puedo hacer para ganar plata» sino «qué puedo hacer para ganar plata con mi música».

La música debe responder a una necesidad interior, a una búsqueda, a una expresión, no a una imposición exterior, al «mercado». No digo que los creadores no estemos sujetos a la necesidad de «vender el pescado»; no estamos en un limbo espiritual: necesitamos producirnos, publicitarnos, llegar a la mayor cantidad de gente posible. Pero nuestra creación no debiera estar contaminada por esa necesidad.

No se puede negar que bellísimas páginas de música se han escrito pensando en la gente, la masa, el público; pero es diferente componer pensando «quiero hacer bailar a millones» que «quiero ganar millones». El límite puede ser difuso; habría que preguntarle a Paul McCartney si al componer Yesterday, Hey Jude o Let it be pensaba en romperla con un nuevo hit, o sencillamente le fluían melodías hermosas y recordables, pegajosas, y el éxito era inevitable. La cuestión es que los millones que genera esa música es algo tan perverso que instala en muchos (muchísimos) músicos un pensamiento distorsionado: el énfasis ya no está en el misterio de una bella melodía, sino en intentar desentrañar el misterio de una bella melodía para replicarla y generar millones.

Voy a aterrizar bruscamente en una situación similar pero local y bastante menos desorbitante: los festivales de la canción. A mediados de los 90 participé acompañando a algunos cantantes en diversos festivales chilenos de la canción. Primero acompañé a Mariela González al festival de Angol, en 1996, y después a Roberto «Pachi» Rojas a los festivales de Olmué y Viña del mar, 1996 y 1997. En ambos casos fui como guitarrista y bajo la dirección de Fernando Carrasco, experiencia riquísima y que inició una amistad que se mantiene.

Lo curioso fue observar que muchísimos de los músicos que solían participar en estos festivales componían pensando en ganar. Canciones «festivaleras», estribillos pegajosos, temáticas políticamente correctas, finales apoteósicos que invitaran al aplauso fácil. No había diferencia, riesgo, búsqueda personal. Una anécdota que me quedó grabada: festival de Olmué; en un camarín atrás del escenario estamos los músicos finalistas esperando el veredicto de los jueces, que escuchamos en voz del animador a través de una pantalla de TV antes de salir a recibir la premiación. En el momento que anuncian el 3er lugar, el músico que lo gana rompe en una abrupta y descontrolada sarta de improperios, finalizando con «¡mierda, de nuevo no lo gané!»; acto seguido esfuerza su mejor sonrisa, y sale al escenario a recibir los aplausos.

Tiene lógica si uno piensa que hay bastantes festivales —plata, por lo tanto— y que alguien tiene que ganar; y que si uno «le toma el pulso» a la forma de crear éxitos festivaleros, se puede hacer un sueldo.

(No puedo dejar de recordar a Milton Nascimento, quien —según se cuenta— dijo que nunca participaría en un festival en el cual la música compitiera…)

El tema es fundamental. La industria de la música, junto con la de las armas y las drogas, es la que mueve más dinero. Supongo que quien se vincula a estas dos últimas está pensando, precisamente, en ese dinero; quien abraza la vida de músico, ojalá piense en el hermoso misterio de la música.

Si el principal motor que mueve a nuestra sociedad es el dinero (adorado en el templo que es el gigante centro comercial, el «mall»), no es de extrañar que mi vecino de camping no tenga otros valores, otras consideraciones, otra conciencia. Dejada la educación de un pueblo en manos de la TV, nuestra sociedad está huérfana de sabios y de sabiduría. Ya no hay sabios de la tribu: peor aún, ya no hay tribu. No hay sentido colectivo. Hay ciudad, pero no hay comunidad. No sé quiénes viven en la casa del lado, no quiero conocerlos, no tengo tiempo. Estos gigantes asentamientos humanos en los que vivimos hacinados la mayoría de los hombres y mujeres, nos alimentan el individualismo, el egoísmo. Consumistas individualistas. Mientras más grande la ciudad, mientras más personas viven en ella, más solos estamos.

¿Será posible volver a lo pequeño? A los pueblos, a las comunidades donde la gente se saluda en el almacén, sin el ruido interminable de autopistas por donde pasa el «progreso», ¿será posible? Volver a la música en las casas, no en los estadios, salas pequeñas, escuchar ojalá acústicamente, sentir la respiración del músico, el latir de su corazón en las sienes; y que el músico escuche el suspiro, que vea la sonrisa, la lágrima; que se escuche el silencio antes del aplauso…

Y escuchar música con tiempo, sin apuro, sin el formato del rating, sin la imposición de la oferta y la demanda, sin la tiranía de la moda, de lo desechable. Música cuyo fin esencial no sea la «entretención», sino el crecimiento espiritual, intelectual, emocional.

Músicos que compongan sin pensar en el rating, en la moda, en el éxito, sino en plasmar y compartir una emoción, un juego, una verdad profunda, una alegría de cuerpos danzantes, una intuición en arquitecturas de contrapuntos, una tristeza con armonías que sanan. Músicos que canten con danzas y ritmos antiguos, locales; músicos cuya música viaje y se alimente de otras músicas.

Músicos que sean los sanadores de la tribu.

Quiero nombrar a algunos músicos (creadores fundamentalmente) de varios países de la región, que sin haberse puesto de acuerdo, son parte de este colectivo de sanadores de la tribu; comparten la raíz popular y folclórica latinoamericana, la fusión, la experimentación. El criterio de elección de estos músicos es absolutamente personal. Los admiro, su música me emociona, a muchos los conozco personalmente y son maravillosas personas. Una vez se entienda la idea, cada persona puede agregar a nuevos, o elegir a otros.

Carlos Aguirre, Juan Falú, Juan Quintero (con Aca Seca y con Luna Monti), Osvaldo Burucuá, Quique Sinesi, Gisela Baum, Liliana Herrero, Cholga Trío, Ensamble Gurrufío, Cheo Hurtado, Aquiles Báez, Yamandú Costa, Rogério Caetano, Egberto Gismonti, Leo Maslíah, Eli Morris, Simón Schriever, Verdevioleta, Javier Contreras, Karina Contreras, Entrama, Ítalo Pedrotti, Charanku, Freddy Torrealba, Simón González (con Daniel Delgado, con Daniela Conejero y con su cuarteto), Antonio Restucci, Francesca Ancarola, Sagare Trío, Crinético, Leo García, Ensamble Serenata, Dakel, Merkén, Emilia Díaz, Ajayu, Mario Concha, Raúl Céspedes…

Lo interesante es que este colectivo parte de ciertos músicos, pero la tribu incluye a una red de personas que logran que lo fundamental no sea «los músicos», sino LA MÚSICA. Quiero nombrar a algunos de este lado de la cordillera: periodistas (David Ponce, Íñigo Díaz, Manuel Vilches, Rodrigo Pincheira); productores (Hemiola Trasandina: Pablo Mora y Caro Chacana); investigadores (Rodrigo Torres, Christian Spencer); ingenieros de sonido (Alfonso Pérez, Prabha, Gerardo López); editores de partituras (Microtono: Osiel Vega); revistas digitales de arte (El Guillatún: Felipe Zubieta); espacios de música en vivo (El Kahuín: Marcelo Hartard). Somos una familia, y debiéramos juntarnos, ayudarnos, potenciarnos.

(Faltan, desgraciadamente, elementos fundamentales en esta red: programadores y encargados de definir las políticas culturales en radio y televisión…)

Pensar en este colectivo me da fuerza, me da alegría, y además me trae suerte: se va la familia del reggaeton, se vuelve a escuchar el sonido del río, del viento…

Adjunto, como es habitual, algunas composiciones y arreglos.El Guillatún

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