Guitarra Chilena. Parte 1
Si bien el objeto de análisis y reflexión de este artículo es principalmente la guitarra de raíz folclórica y popular en Chile, pienso que es imprescindible entender que todas y cada una de las escuelas guitarrísticas que conviven en nuestro país (la clásica, el jazz, el flamenco, el folclor, la raíz latinoamericana, la fusión, de cantautor, y las variantes que de éstas se desprenden) constituyen hebras de una sola y gran madeja, que es la Guitarra Chilena. Por esta razón me voy a referir, en mayor o menor medida, a todas ellas, y no desde la distancia que pide la objetividad de un análisis musicológico, sino —y como es una característica de todas las entregas de esta columna— desde mi personal experiencia.
Ya en mis tiempos de estudiante noté —aunque suene duro— la presencia de un «clasismo» o «racismo» musical entre los músicos de los distintos géneros musicales que conformaban la escena en Chile, o al menos en Santiago, estableciendo una suerte de «ghettos» o «camarillas».
Los músicos clásicos se sentían superiores al resto por conocer el lenguaje escrito, y tener acceso al contrapunto y la armonía, conocimiento reservado para iniciados. Los compositores contemporáneos, por su parte, eran los iluminados poseedores de la verdad por donde debía avanzar la creación musical, absolutamente distante —por cierto— de la obsoleta y reaccionaria tonalidad; y los intérpretes, con un promedio de 10 años de estudio de sus instrumentos, eran quienes estaban oficialmente capacitados para descifrar las partituras sagradas de los grandes maestros, y eran quienes sabían cómo debía correctamente tocarse un instrumento.
Los jazzistas miraban por encima del hombro a los otros por no saber improvisar, y estar amarrados a la partitura o a la memoria. Asimismo, el estudio de las grabaciones de los grandes exponentes como Charlie Parker, John Coltrane o Miles Davis y la capacidad de descifrar sus solos y entender sus armonías llenas de notas agregadas, los transformaban en conocedores de un mundo también reservado para iniciados. Y si agregamos el desarrollo del virtuosismo instrumental como condición casi inherente a este género, entenderemos su aire de superioridad.
Los folcloristas, por su parte, miraban con desdén a los dos anteriores porque no podían hacer bien un rasgueo, con todo el aire y sabor que no pueden apresarse en una partitura. Muchos se sentían orgullosos de su «analfabetismo» musical, vinculando el lenguaje escrito con la tradición colonialista e imperialista del conquistador. Asimismo descalificaban a unos por mirar siempre a Europa, y a otros por mirar siempre a Estados Unidos, y se sentían los auténticos representantes de lo verdadera y profundamente chileno.
Los músicos no se «mezclaban».
Si pensamos en el intercambio desprejuiciado y creativo que se da entre los distintos mundos musicales en el Chile de los 60 y comienzos de los 70 y lo entendemos como el reflejo de búsquedas y sueños colectivos, de sociedades más justas y solidarias, y de movimientos sociales que tuvieron como consigna «hacer el amor y no la guerra», habría que pensar entonces que las divisiones de los «ghettos» mencionados más arriba son el resultado del espíritu individualista y competitivo que se instaura durante la dictadura.
En lo personal, y desde que tengo conciencia de una opción estética, siempre me he sentido atraído e identificado con la música que se alimenta de distintos universos, como lo es la de Gismonti, Piazzolla, Hermeto Pascoal, Leo Brouwer, Latinomúsica viva, Antonio Restucci y Carlos Aguirre, entre otros; y mi propia actividad creadora ha estado signada (o ha querido estarlo) por esta condición, desde los trabajos junto a Terra Nova y Entrama hasta mi producción solista, en la cual la música para guitarra ocupa un lugar central. Iniciado este repertorio en plena década de los 90, imbuido del espíritu de retomar los sueños y las solidaridades truncadas, los guitarristas chilenos lo han hecho suyo y así esta música ha contribuido a derribar barreras y a acercar mundos. Esto, y el hecho de haber participado en proyectos que vienen precisamente de esos distintos mundos (jazz, flamenco, folclor, fusión), me lleva a reflexionar sobre las características y el aporte de estas escuelas guitarrísticas y quiénes son algunos de sus principales exponentes en Chile. En esta primera parte hablaré sobre la guitarra clásica, el flamenco y el jazz.
ORIGEN
Si bien tienen algunas diferencias en su construcción, estas escuelas comparten fundamentalmente el mismo instrumento. Respecto de su origen se habla de España, Italia y el mundo árabe; se menciona la vihuela, el laúd barroco y el laúd árabe (o sencillamente «ud»), como también la viola da gamba. Surge primero la guitarra barroca, luego la guitarra romántica, y finalmente, en España, se construye y consolida la «guitarra moderna», tal y como la conocemos. Ella y otros instrumentos parecidos (como la mandolina), de distinto tamaño y número de cuerdas —simples, dobles e incluso triples— se difunden por el mundo, y en Latinoamérica se desarrollan parientes similares: charango, tiple colombiano, cuatro venezolano, cuatro portorriqueño, tres cubano, bandola, guitarra de 7 cuerdas brasilera, guitarrón argentino, guitarrón chileno, etc. La que nos ocupa, la guitarra «común», llamada «clásica» o «española», de 6 cuerdas de nylon (nuestra «guitarra de palo»), está presente en prácticamente todas las casas y en todas las tradiciones populares de América, y su desarrollo en los distintos géneros se produce en el siglo XX.
La mayoría de las «escuelas guitarrísticas» comparten la forma de producir el sonido: dedos y uñas de la mano derecha pulsan las cuerdas, con los cuales arpegian, obtienen melodías alternando los dedos índice y medio, y bajos con el pulgar (la utilización de los dedos permite tocar más de una melodía simultáneamente, es decir permite el contrapunto); la guitarra flamenca y la de raíz folclórica latinoamericana también rasguean. Paso a analizar las particularidades que las diferencian.
GUITARRA CLÁSICA
Una preocupación central de la guitarra clásica es el sonido, tanto el timbre como el volumen. Al ser un instrumento acústico, su construcción privilegia la proyección de ese sonido, y la técnica de la ejecución se concentra en obtener potencia y matices diversos. Es con ese fin que la escuela clásica aconseja apoyar la guitarra en la pierna izquierda, pues la forma de atacar la cuerda que se logra con esa posición permitiría controlar muy bien todos los aspectos del sonido. A mí, sin embargo, nunca me acomodó esa postura, y creo que se pueden obtener resultados similares con otras formas.
La guitarra clásica posee una característica fundamental, común a todos los instrumentos estudiados según la academia clásica: la importancia de la partitura. El estudio del instrumento se da de la mano de un maestro (es muy poco probable un guitarrista clásico autodidacta, al menos no a un nivel profesional) y desde el comienzo está indisolublemente ligado a la lectura musical: el aprendizaje de una técnica y de lo escrito son simultáneos. Lo bueno de esto es que se logra una maestría en el conocimiento del código escrito, pudiendo descifrar música de cualquier época, e independientemente de la nacionalidad y realidad cultural del intérprete. Lo malo es que suele producirse una total dependencia de la partitura, y no se desarrollan capacidades creativas o improvisatorias que permitan jugar, modificar y en definitiva entender realmente qué está diciendo la música. Los intérpretes clásicos son adiestrados para descifrar y reproducir lo creado y escrito por otros. Pero esto, que de algún modo es una limitación, es al mismo tiempo su riqueza: el desafío de reproducir una partitura una y otra vez logrando que parezca como si se estuviera inventando siempre, equivale al del actor, cuyo guión es siempre igual pero nunca lo parece. En eso radica la magia y creatividad del intérprete clásico. Sin embargo este divorcio entre intérprete y creador no siempre existió; los grandes compositores eran también grandes instrumentistas, e incluso grandes improvisadores. En todos los géneros, excepto en el mundo clásico de hoy en día, los músicos son creadores e intérpretes de su propia música. Los guitarristas clásicos, entonces, no componen, salvo contadas excepciones (algunas muy notables, como veremos más adelante).
La guitarra no posee un volumen que le permita competir con otros instrumentos clásicos e integrar, por lo tanto, una orquesta; por esta razón su campo de acción suele darse en la música de cámara, en dúos, tríos o cuartetos, pero especialmente como solista. Y habiendo tantos guitarristas, uno de los principales medios de apoyo para el desarrollo de una carrera como solista son los concursos internacionales de guitarra. Si medimos el nivel de maestría de un intérprete por los resultados en estos certámenes, Chile ocupa un lugar de privilegio en la escena internacional: en los últimos 15 años guitarristas chilenos han ganado los más importantes concursos a lo largo del mundo. Pero los concursos garantizan, en rigor, la capacidad de prepararse para ganar un concurso. La verdad es que nuestros guitarristas clásicos, además de estos triunfos (o a pesar de ellos), poseen una musicalidad maravillosa, que habla de lo importante que es la guitarra en nuestro país. José Antonio Escobar, Romilio Orellana, Carlos Pérez, Esteban Espinoza, Luis Orlandini, Wladimir Carrasco, Mauricio Valdebenito, Marcelo De la Puebla, Tita Avendaño, Luis Castro, Eugenio González, Diego Castro, entre muchos otros, son guitarristas excepcionales (sé que esta enumeración es incompleta: insisto en la vivencia directa que nutre estas reflexiones). Por otra parte estos guitarristas no han nacido de la nada; no son posibles sin sus maestros: Ernesto Quezada, Oscar Ohlsen, Luis López, Eugenia Rodríguez, Guillermo Nur. Liliana Pérez Corey, a su vez, siempre ha sido mencionada como alguien fundamental en la formación de esos maestros.
Parte importante del «boom» que vive nuestra guitarra clásica tiene que ver con las creaciones hechas para el instrumento en estos años, en donde deben mencionarse los trabajos de Javier Farías y el mío propio; pero muy especialmente el de uno de los más extraordinarios y virtuosos guitarristas-compositores chilenos, como es Javier Contreras. Oriundo de Punta Arenas y formado con José Antonio Escobar, con Javier compartimos la inspiración en la raíz folclórica latinoamericana, situándonos en un territorio común a ambos géneros. Tal es también el caso de Mario Concha, de Villarica (por esta razón, a ambos me referiré también al hablar de la guitarra de raíz). Otros de los pocos guitarristas clásicos que componen basados en el folclor chileno: Alejandro Peralta, Enrique Kaliski.
GUITARRA FLAMENCA
El siguiente género con que se suele identificar a la guitarra, es el flamenco. No se concibe el flamenco sin la guitarra, la que junto al cante y al baile constituye la base de este arte. Siempre me ha llamado la atención que un universo musical con tanta personalidad, conformada no sólo por los aspectos musicales (ritmos o «palos», técnica guitarrística, forma de cantar, etc.) sino también por la manera de hablar al «jalear» (al darse ánimo, apoyos, énfasis, imitando un acento andaluz), se extienda y desarrolle en tantos países, independientemente de su idioma o cultura. Es cierto que el jazz también corresponde a la importación de un fenómeno musical de un lugar específico, que conlleva asimismo características propias de esa determinada cultura (determinados repertorios, lenguajes, etc.), pero no se imita el acento del país de origen de ese género. Además de la manera de hablar, muchas veces los cultores del flamenco también se visten como sus referentes (esto, que ocurre también con el rock, el metal, el pop, el hip hop, el reggae, etc., y con la música clásica sin duda, me lleva a pensar que identificarse con una determinada música es identificarse con una cultura y un grupo social determinado).
En su origen, la guitarra en el flamenco está al servicio del cante y del baile; por esa razón los cantaores y bailaores deben escucharla claramente; y por esa razón la construcción, que tiene algunas diferencias con la clásica, privilegia ese aspecto: el sonido no tiene tanta proyección ni tanta resonancia, debe distinguirse claramente y más cerca, y las cuerdas no son tan tensas. Esto, además, permite tocar más rápido con mayor exactitud, apoyando la necesidad fundamental de llevar el ritmo con precisión. Este aspecto es central en el flamenco. Al ser, en su origen, un instrumento de acompañamiento, antiguamente el guitarrista apoyaba la guitarra en su pierna derecha, lo más erguida posible, para producir fácilmente los rasgueos. Es Paco de Lucía, a fines de los 60, quien decide cruzar la pierna derecha sobre la izquierda y «acostar» la guitarra de modo de tener más control sobre la mano derecha, y así desarrolla la «guitarra flamenca de concierto» o solista (adquirí un tiempo esta postura, pero tampoco me acomodó: al poco rato se me acalambraba la pierna).
Aunque tiene varias diferencias con la guitarra clásica en cuanto a técnicas de ejecución, comparte la utilización de los dedos para arpegiar y producir melodías. Difiere, sin embargo, en sus dos características esenciales: no son motivo de preocupación ni el sonido ni la escritura musical. El flamenco es un género que se aprende vía oral, mirando y escuchando a un maestro, asistiendo a tablaos o participando de encuentros en las casas de las familias que lo cultivan. Se estudia un determinado universo de ritmos («palos»), y en el caso de los guitarristas se aprende desde un comienzo a acompañar el cante y el baile. Además del dominio de una técnica, el músico flamenco busca tocar con «duende», una característica de difícil definición y que tiene que ver con la inspiración y la misteriosa magia que hace exclamar «Olé!» a quienes participan del rito (imagino que en su origen esa voz debe venir de «Alá», como indicando la presencia de lo sagrado). Si bien en su etapa de formación el guitarrista flamenco estudia y aprende «falsetas» (momentos musicales no muy extensos, que se alternan con las letras del cante) creadas por otros, lo que se valora es la capacidad de crear un material propio, original, diferente, como asimismo la capacidad de aplicarlo en el momento adecuado, improvisando. La creación y la improvisación son parte fundamental del flamenco.
En Chile Carlos Ledermann es el más conocido de sus cultores, y hay tres guitarristas que poseen un nivel extraordinario: Claudio Villanueva, Andrés «Pituquete» Hernández, y uno de los más virtuosos y talentosos guitarristas chilenos, un «fuera de serie»: Jorge «Chico» Bravo, residente en Londres (quien, como veremos más adelante, se ha abierto a otros géneros). Digno de mención es también Daniel Muñoz, quien ha incorporado en su repertorio versiones de canciones populares chilenas con aire flamenco.
JAZZ
En rigor, el jazz es un género e incluso un lenguaje, más que una escuela guitarrística. No es tan evidente una «técnica guitarrística jazzística», como sí lo es la clásica, la flamenca y la vinculada a determinados folclores latinoamericanos. Se podría hablar, sí, de diferencias técnicas entre las distintas escuelas de la guitarra eléctrica (y de técnicas de guitarra que se tocan con uñeta). Lo que sí hay, en todo caso, es una vertiente del jazz en la que la guitarra cumple un rol fundamental: el «gipsy jazz» o «jazz manouche» (cuyo más importante exponente fue Django Reinhardt), y que sí posee particularidades técnicas distintas de las anteriores (nuestro «jazz huachaca», del tío Roberto y de Lalo Parra, es un pariente criollo de esa vertiente). Estas guitarras normalmente tienen cuerdas de metal y se tocan generalmente con uñeta (plectro), lo que les permite dos roles muy diferenciados: el acompañamiento (como rasgueo) o la melodía. Al no tocarse con dedos es poco común el contrapunto hecho por un solo guitarrista. Por lo demás tampoco es frecuente un guitarrista solista: se requieren al menos dos, uno que acompañe y otro que «cante». En la vertiente más tradicional (más común) del jazz, la guitarra —que es eléctrica, ya sea con o sin cuerpo (o «caja de resonancia»)— es casi siempre melódica y necesita por lo tanto de otros instrumentos (hay notables excepciones: recuerdo un disco que tenía mi padre del guitarrista Joe Pass solo junto a la cantante Ella Fitzgerald; su técnica, única, empleaba uñeta y dedos al mismo tiempo, permitiéndole hacer bajos, acompañar y hacer comentarios melódicos y solos: un maravilloso ejemplo de «polifonía jazzística»).
Uno de los aspectos que caracteriza al jazz es la improvisación. Es un género que se basa principalmente en el juego de la improvisación, al punto que se considera que quienes tienen más autoridad que otros para improvisar, son los jazzistas; y esto es una peligrosa exageración. Lo que es indudable es que ha desarrollado un sistema riquísimo para improvisar dentro de un determinado contexto, pero la improvisación está presente en todas las músicas del mundo (a excepción de la música clásica), y es parte esencial de la música misma (y no de un género en particular). El jazz ha desarrollado la improvisación melódica sobre una secuencia de acordes que corresponden a una «canción» determinada, la cual siempre se produce después de presentar el tema en su totalidad (el cual regresa después, también íntegro); sin embargo en esa estructura no hay sorpresa. En ese sentido, mucho más basada en la improvisación es la música de la India, que no posee ninguna estructura preliminar. Pero es innegable que el nivel que ha alcanzado el desarrollo melódico del jazz es extraordinario.
Otro asunto también discutible, es el de la llamada «armonía jazzística». Es cierto que en el jazz los acordes tienen muchas notas agregadas, pero esto no quiere decir que si en otros géneros se usan acordes con notas agregadas, se esté usando una «armonía jazzística» (Debussy, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, no usaba una «armonía jazzística»). Sí hay, por supuesto, características propias del jazz, tales como ciertos gestos melódicos, derivados de ciertas escalas de blues; la «corchea swing», como parte del lenguaje en su gran mayoría; la existencia de un repertorio fijo conformado por los «standards» que forman parte del Real Book, y que suelen constituir material de estudio en la etapa de formación; determinados ritmos, etc (permítanseme estos tecnicismos, posiblemente incomprensibles para el neófito).
El jazzista tiene en común con el guitarrista clásico el conocimiento y el dominio del lenguaje escrito, y utiliza además un código para la escritura de los acordes, mal llamado «clave americana» (debiera simplemente llamarse «clave armónica», pues el sistema que emplea —reemplazando notas por letras— viene de la música clásica, en Europa); y tiene en común con el flamenco la presencia de la creación: aunque se interpreten los mismos temas que conforman el mencionado Real Book, cada jazzista le imprime su sello, su propia versión.
Los extraordinarios guitarristas de jazz chilenos que conozco y con quienes he compartido música están abiertos a diversos géneros y estilos: con Ángel Parra (hijo) conformamos un grupo onda «Canto Nuevo» en la época del colegio, y fui testigo de sus inicios en el jazz, después que estudió un tiempo guitarra clásica; y a pesar de sus años en el popularísimo grupo «Los Tres», su principal interés siempre ha estado en su trío de jazz. Sin embargo también ha desarrollado trabajos importantes en la guitarra de raíz folclórica y popular, ya sea acompañando a su padre o como solista grabando las Anticuecas de Violeta Parra. Federico Danneman, de origen argentino, con quien he compartido más de una guitarreada, ha plasmado su modo de entender a Víctor Jara en el disco Lonquén, de Francesca Ancarola. Mauricio Rodríguez nos invitó a varios músicos provenientes del universo popular y folclórico (Freddy Torrealba, Antonio Restucci, Marcelo Vergara y a mí) a participar del disco Sesiones latinas, en donde registramos algunas de nuestras músicas en sesiones en vivo junto a su banda. Emilio García es un superdotado, cuyo virtuosismo absolutamente fuera de lo común tengo la alegría de compartir en cada ensayo y concierto de nuestro «Sagare Trío»; y suele acompañar, además, a Isabel Parra y a Tita Parra. Cada uno de estos músicos tiene, por supuesto, su propio proyecto; he querido indicar algunos de sus acercamientos a otros mundos. El ya mencionado Jorge «Chico» Bravo ha incursionado en el «gipsy jazz» con resultados sorprendentes, que tienen además influencia de las guitarras argentinas y brasilera. Finalmente y a pesar de no haber compartido aún con él, no quiero dejar fuera de este breve recuento a Jorge Díaz, dueño de una técnica extraordinaria.
Estos tres géneros musicales (la guitarra clásica, el flamenco y el jazz), han desarrollado escuelas formales de estudio del instrumento, cosa que no ocurre con la guitarra de raíz folclórica y popular en Chile, a la que me referiré en la segunda parte de «Guitarra Chilena».El Guillatún
(Fin de la primera parte).