El Guillatún

Fin de gira

Premiación Festival de Viña del Mar 2015

Premiación Festival de Viña del Mar 2015.

Comienzo a escribir el último de esta serie de 10 artículos en Buenos Aires, aprovechando los ratos que me deja una gira por Argentina. Felipe me adelantó el pago de los 3 últimos escritos; ya entregué Guitarra Chilena, parte 2 y Violeta Parra. Le pedí el adelanto porque a los profesores a honorarios en el Arcis nos debían 4 meses, y la crisis tocó fondo (compruebo, una vez más, que los de izquierda no saben ser patrones; lo son con culpa, haciéndose los que no son, pero son peores que los otros: los de derecha no disimulan que se creen superiores y que tú eres su esclavo, pero no te mienten, y cumplen lo que dicen. Y más encima si te quejas de la pésima gestión de los anteriores —como cuando fuimos a manifestar nuestro descontento a la sede del PC— te tildan de facho, pro imperialista, títere de la CIA… uff… qué decepción. ¿Quiere usted desayunarse de lo sinvergüenzas que pueden llegar a ser? Trabaje como profesor a honorarios en el Arcis. Como dice Nicanor Parra: «la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas»).

«La primavera es como una adolescente caprichosa», dice mi amigo Beto Rodríguez (¿calor, frío?), pero es la mejor estación en Buenos Aires. Noches cálidas para caminar, viento agradable en el día. «Qué contento estoy», me dijo Pedro Suau con lágrimas en los ojos después del concierto compartido hace unos días. Primera vez que venía. Gracias a la gestión de muchos amigos (Caro Chacana, Osvaldo Burucuá, mi hermano Tomás, mi cuñada Natalia Di Cienzo, entre otros), en esta gira hemos coincidido con Entrama y con Emilio García, y he tocado con amigos entrañables: Juan Cruz Peñaloza, Guillermo Rizzotto, el mismo Osvaldo Burucuá, Gisela Baum, Juan Falú. Música y cariño: qué buena mezcla.

Mientras cuento las vivencias, se irán definiendo las ideas que quiero compartir en esta última entrega. He venido a mostrar mi último disco con canciones para niños (Purreira) y también mi repertorio solista para guitarra, pero todo ha sido reencuentros y compartires.

(Vuelo ahora en el avión de regreso; así será este artículo, suerte de bitácora desordenada).

Como decía, sobre todo compartires. Más que recaudación de entradas o venta de discos, lo que me traigo tiene que ver con la alegría de compartir mi música y con la esperanza de abrir caminos, de tender puentes. Nuestra música —creaciones de raíz folclórica, fusión— no tiene el espacio en los medios que le permita masificación, y su difusión es un constante desafío de auto-gestión; pero aún así, el movimiento que hay en Argentina es alucinante. Los músicos están constantemente tocando, y todos los días hay muchos conciertos simultáneos. Una cantante que fue a ver el concierto que compartí con Entrama y Emilio García no podía creer que nosotros no paráramos de tocar acá en Chile, y que nos dedicáramos más que nada a dar clases…

¿Por qué pasa eso? ¿Qué hay de un medio hostil —como definía mi amigo Iván Gajardo a Chile—, qué hay de nuestra propia falta de perseverancia e insistencia en buscar o inventar oportunidades? Tengo muchos amigos ultra quejumbrosos —deporte continental— que tienen razón en su crítica y análisis despiadado y desesperanzado de la mentalidad chilena y la falta de apoyo a los artistas, pero ellos mismos no hacen mucho por rebuscársela. El medio no apoya, pero la queja compulsiva tampoco ayuda.

Estudiar nuestro instrumento; crear; grabar; hacer los discos; venderlos; promocionarlos; estudiar nuestro instrumento; conseguir fechas en salas; hablar con periodistas, conseguir que hagan notas; publicitar los conciertos; hacer los afiches, repartirlos; estudiar nuestro instrumento… hacer flyers; constantemente compartirlos con nuestros contactos en las redes sociales; grabar videos; subirlos a Youtube; estudiar nuestro instrumento!!!… y finalmente tocar. Tenemos que hacerlo todo, y hacerlo en el tiempo que nos queda entre clase y clase (ojalá fuera sólo crear, tocar y grabar…).

En Chile los representantes, managers y productores que hay suelen trabajar con músicos que aseguren un público masivo, es decir con quienes hagan música comercial. Tal como hablábamos a propósito de la radio en el artículo Los sanadores de la tribu, el interés no está en formar, educar y elevar el nivel cultural de un pueblo, sino en ganar dinero.

(Ya de regreso, ya el cuerpo nuevamente adaptado al calor implacable y seco de Santiago, a las noches frías; los resfríos primaverales están a la orden del día).

Tomando en cuenta todas las dificultades y falta de apoyo, irse de Chile no es una opción que parezca tan descabellada. Yo mismo estuve seis años en España. ¿Por qué volví, entonces? Porque creo que el pueblo chileno (así como cualquier pueblo de la tierra) tiene derecho a tener sus artistas y poder disfrutarlos, así toquen poco, y en condiciones muchas veces adversas. Decido correr la suerte de un artista chileno en Chile, con sus dificultades y desafíos («¿Por qué no se fue de Chile?», le pregunté una vez al maestro Cirilo Vila, a propósito de su insólita exoneración a manos del designado rector Federici, en plena dictadura; le llovieron ofertas desde las más prestigiosas universidades del mundo. «Es acá donde debía estar», fue más o menos su respuesta. Un ejemplo de conciencia y consecuencia). No solamente participar del difícil proceso de producir la comunicación, el encuentro, sino también compartir un trabajo que nace y se desarrolla a partir de la música chilena, es decir que pertenece a una comunidad. Mostrarlo por el mundo, sin duda; pero primero entregarlo acá. Y los años vividos afuera reforzaron la necesidad de crear e inspirarme en los ritmos y en la obra de creadores chilenos. Tonadas, canciones sirillas, una sonata para guitarra homenaje a Violeta Parra (dedicada a José Antonio Escobar), una suite para guitarra homenaje a Víctor Jara (dedicada a Marcelo De la Puebla), un rin y una sirilla dedicados al dúo Orellana – Orlandini, un cuarteto de cuerdas basado en tonadas y cuecas, todas son creaciones surgidas en Madrid a partir de la nostalgia, sin duda, pero también desde la convicción de estar aportando a un acervo cultural enraizado en una comunidad; en mi comunidad.

(Ahora me doy cuenta que esta entrega será eso, compartir distintas reflexiones de manera desordenada. Acá va otra idea).

Samuel Adler, destacado compositor norteamericano y autor de un importante tratado de orquestación, visitó nuestro país en 1993 para realizar cursos de composición y orquestación. En un encuentro extra programático nos juntamos con él varios jóvenes estudiantes de composición en mi casa de Los Domínicos, bajo la sombra de damascos, ciruelos y caquis; del grupo sólo recuerdo a Francesca Ancarola. Mostré en una tocacassette mis composiciones incipientes: 3 piezas para guitarra, flauta y cello (compuestas para un trío que teníamos con Tomás Thayer y Paulette Jouí, pero grabadas después con Rodrigo Durán —el «Peje»— y Leo García, flautista extraordinario actualmente radicado en París). El comentario de Samuel Adler me llamó la atención: «tienes buen oído». No se me había ocurrido que el buen oído podía relacionarse con el gusto musical…

¿Pero qué se suele entender por «tener buen oído»? Varias cosas: en primer lugar, a la capacidad de discriminar y distinguir con certeza los sonidos que uno escucha. Esto permite saber si dos sonidos son o no iguales, y por lo tanto si un instrumento está afinado o desafinado. Dentro de esta categoría, quienes tienen «oído absoluto» supuestamente saben exactamente a qué nota corresponde todo sonido que escuchan (no es mi caso y por lo mismo me cuesta entenderlo). Lo que podríamos llamar «oído relativo», en cambio, consiste en saber cuáles son las notas que uno escucha a partir de una referencia dada: si sé cuál es el La, puedo concluir todo el resto. Esta me parece más «humana» (y ciertamente más necesaria) que la anterior. En cualquiera de los dos casos, poder reproducir lo que uno escucha, cantando o tocando un instrumento, corresponde a una etapa más avanzada de «buen oído». Por otra parte, ambos son ejemplos de capacidad de discriminar alturas; «tener buen ritmo» (poder imitar una frase rítmica, poder llevar un pulso, bailar) es también tener buen oído.

Los mencionados son tipos de «buen oído» musical; el «buen oído para los idiomas» es diferente: permite imitar (reproducir, por lo tanto) el acento de un idioma con precisión (ambos tipos de «oído» pueden o no coincidir). Hay otras situaciones similares: un buen mecánico con sólo escuchar el motor de un automóvil puede saber en qué estado se encuentra; un médico precisa del oído para determinar si lo que escucha con el estetoscopio está sano o enfermo.

Pero me gustaría referirme al tipo de «buen oído» musical que hacía mención Samuel Adler: aquel que tiene que ver con la imaginación (la creatividad) y el gusto.

¿Qué es tener buen gusto musical? ¿Qué es una buena idea musical? ¿Qué es una buena melodía, una buena armonía? ¿Qué es una buena composición musical? Todos los tipos de «oído musical» explicados anteriormente se refieren a capacidades y habilidades demostrables objetivamente. Decir que algo «suena bien», en cambio, pertenece a lo subjetivo, es un juicio de valor estético que puede variar según la persona; sin embargo no es algo tan relativo ni tan personal (si así fuera, el arte no se estudiaría). El estudio de la historia de la música es, en parte, el estudio del desarrollo y la evolución del gusto y el criterio estético de los músicos.

Hay, por lo menos, dos maneras de abordar (y comprender) una obra musical: por un lado la sensación, la intuición y la emoción; y por otro la razón. La primera es inmediata, directa, y común a todos; pero es la razón la que nos permite a los músicos discernir si esa obra está o no bien hecha, equilibrada, «redonda», si no le falta ni le sobra nada.

Quiero mencionar a algunos creadores (vinculados a la raíz folclórica, por supuesto: ese sigue siendo nuestro pretexto) cuya música constituye un alimento para mi emoción y para mi razón: Carlos Aguirre y Juan Quintero, de Argentina; Eli Morris y Simón Schriever, de Chile. No hay prácticamente ninguna idea musical que haya salido de la imaginación de ellos, en mi parecer, que no tenga peso, belleza, profundidad, verdad. Es curioso, pero los músicos que transitamos por universos similares solemos reconocer los «oídos privilegiados»; su música habla con fuerza.

Por ejemplo, Eli Morris. Este artículo ha sido escrito en varias etapas; después de regresar de Argentina, Eli me invitó a acompañarla en su aventura por el festival de Viña; era un desafío importante, pues en lo personal no comulgo con los mega eventos en donde la música es un pretexto para atiborrar de farándula a la masa ávida de circo. ¿Cómo hacer para poner mi ser en algo que me produce rechazo? ¿Cuál es la enseñanza? Precisamente era esa: insistir en la música, en la belleza, en lo que creemos, justo en medio de la competencia, de «la guerra», del show de los gladiadores, en el morbo de la humillante calificación delante de todo el mundo. Ese fue nuestro desafío: aunque suene paradójico, no fuimos a ganar, porque no fuimos a competir. Fuimos a compartir, a entregar, fuimos a aprovechar los minutos de vitrina para mostrar otra música, no una festivalera, de aplauso fácil, de estribillo pegajoso, de letra inofensiva y olvidable. Otra música, otra letra: delicada, sensible, poética. Que esa música ganara era altamente improbable; pero si ello sucedía, «todavía había esperanza en la humanidad».

Fuimos, entonces, a vivir una experiencia surrealista, disfrazados para transitar por la alfombra roja de la gala, entre Farkas, la doctora Polo y la Barbie humana; a someternos a la rutina de los ensayos con el cuerpo de baile, a estudiar el engranaje milimétrico de la televisión en vivo, a vivir una suerte de reality compartiendo las comidas con el resto de los participantes durante 15 días. Pero no íbamos a competir, entonces la idea era conocerlos a ellos, y «ganar» amigos. Se armó un grupo humano extraordinario, nos aprendimos las canciones de todos, las cantábamos a voz en cuello, intercambiábamos reflexiones, chistes, historias, correos, fotos. Propuse un canto que fue adoptado por todos: «ganamos, perdimos, igual nos divertimos». Los amigos de Pasión Andina, de Bolivia, nos miraban primero con desconcierto y finalmente con confianza y complicidad cuando aprovechábamos cualquier momento para decirles «mar para Bolivia!!». Los amigos de Perú comprobaron nuestro amor y admiración por su música, que ya es nuestra; lo mismo ocurrió con los amigos de Argentina, de Brasil, de Colombia. El gran guitarrista Jorge Díaz, que integra la orquesta del festival, me decía en el encuentro final que nunca había visto tanto compañerismo entre los participantes como en esta versión.

A eso fuimos: a compartir, a establecer nexos, a ampliar la familia… pero además, para coronar el surrealismo, ganó la canción de Eli… ganó la música, la poesía, la delicadeza, la sutileza… y entonces, a modo de resumen: ganó el buen oído… ganó la profundidad. A pesar de todas las dificultades y falta de apoyo, el pueblo de Chile tiene derecho a disfrutar a una artista como Eli Morris… y además, gracias a mi parte, he logrado salvar algo el vacío que dejó la debacle de la olvidable universidad Arcis!!!

Concluyo acá esta primera serie de artículos, que me ha permitido compartir recuerdos, vivencias, reflexiones, opiniones, sueños. Pero todavía hay muchísimas cosas que decir… todavía hay muchísimas crónicas de música latinoamericana que entregar.

Gracias a Felipe Zubieta por la existencia de este sitio necesario para el desarrollo del arte en nuestro país.

Comparto, como fue habitual, algunas creaciones para guitarra, grabadas en mi casa.

Hasta la próxima!

PD: todavía hay esperanza en la humanidad!…El Guillatún

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