El Guillatún

Cancheos, Improvisación, Arreglos

Terra Nova (1996)

Terra Nova (1996). Archivo personal de Leonardo Baeza

¿Cómo se gana la vida un músico?

Un artesano fabrica sus artesanías y las vende en una feria. Un médico atiende pacientes —a veces incluso los sana— y le pagan por eso. Un arquitecto imagina viviendas, un ingeniero las calcula, un albañil las construye, un abogado defiende a inocentes o culpables, y a todos ellos les pagan por su específico y «útil» trabajo.

¿Cómo lo hicieron los grandes compositores? Bach tenía que crear una cantata para el servicio religioso del fin de semana; Haydn tenía que componer para su patrón, el príncipe de Esterhazy; Mozart dependía primero del arzobispo de Salzburgo, y luego decide vivir del público, interpretando y dirigiendo su propia música, en Viena; Beethoven pudo crear mucha de su música gracias al financiamiento de varios mecenas.

Los músicos que no eran compositores tenían que trabajar en orquestas o hacer clases. Hacer clases es la principal actividad que realiza un músico de forma estable para vivir. Dedicarse a ser concertista y vivir de eso está reservado para los más virtuosos, tanto en el ámbito clásico como en el popular. Para los clásicos continúa el sueño del sueldo estable en las orquestas, pero hay infinítamente más postulantes que cupos, y algunos instrumentistas están fuera de ese ámbito: por ejemplo los guitarristas. Entonces, a dar clases.

Pero hay una práctica laboral alternativa para los músicos, tan antigua como la música misma, que corre en un riel paralelo a la historia oficial: los cancheos.

Se le llama cancheo, en Chile, al trabajo que realiza el músico tocando en todo tipo de eventos, ceremonias o lugares en los que se necesita música en vivo. «Esta noche tengo un cancheo». En Venezuela: «tengo que matar un tigre», o simplemente «tengo un tigre». En España: «un bolo». Instancias en donde la música es importante pero no lo principal, o no lo único (por definición un concierto no es un cancheo; una grabación tampoco). Matrimonios, graduaciones, funerales, congresos, bautizos, hoteles, restoranes, centros comerciales, discotecas, exposiciones, recepciones, inauguraciones, etc. A veces la música tiene un momento protagónico, como en la ceremonia de matrimonio; otras veces la música es un agregado de fondo y los músicos un adorno, como puede ser en la cena de ese mismo matrimonio; o puede ser fundamental si tiene que hacer bailar a los invitados al final de la cena. La mayor parte de los músicos, sean del género que sea, complementan sus sueldos con varios cancheos al mes. Hay algunos que se dedican sólo a esto.

Entre los músicos el cancheo no suele ser una actividad muy bien catalogada (salvo evidentemente por el dinero o por el habitual cóctel o a veces la cena). La verdad es que a ningún músico le gusta tocar mientras la gente come y conversa ruidosamente sin prestar atención. Los músicos siempre han tocado en cancheos en todas las épocas, pero eso no hace parte de la historia.

Para mí, sin embargo, los cancheos significaron una experiencia riquísima y una escuela fundamental. Una escuela en la que desarrollé las principales herramientas que constituyen mi esencia como guitarrista, improvisador y arreglador.

Leonardo Baeza, gran flautista y amigo, compañero de licenciatura en música en la Universidad de Chile en los años 80, quien eligió este camino para vivir y mantener a su familia, nos invitó al cellista Rodrigo Durán (el «Peje») y a mí, a comienzos de los 90, a formar un trío para trabajar en el centro invernal Valle Nevado. Leo tenía un grupo con el que tocaba en el metro Los Leones llamado «Sub Terra»; continuando entonces con esta idea, nuestro trío se llamó «Terra Nova».

Con Terra Nova (guitarra, flauta y cello) trabajamos dos temporadas seguidas en Valle Nevado, y eso constituyó mi primer trabajo estable como guitarrista. Viajábamos los martes en la tarde, tocábamos esa misma noche en el restorán «La fourchette d’or», los miércoles en la tarde en el «Don Giovanni», y volvíamos a Santiago los jueves en la mañana. Impecable camisa blanca cuello de paloma, humitas y colleras, pantalones y zapatos negros. La camisa tenía un doblez especial en el pecho, como una rejilla, y las humitas eran rojas o grises (esto, creo, quería diferenciarnos de los mozos). El repertorio abarcaba de todo: música renacentista, barroca, del período clásico, romántica, y popular de diversas épocas y estilos. En cuanto a lo clásico priorizábamos piezas conocidas: el Concierto en Re y Las 4 estaciones de Vivaldi, la Pequeña Serenata Nocturna y la Marcha a la Turca de Mozart, el Minueto de Boccherini, valses de Chopin, El Cisne de C. Saint-Säens, famosas arias de óperas, entre muchas otras. En cuanto a lo popular el espectro era sumamente amplio: Scott Joplin, los Beatles, Edith Piaf, Sinatra, melodías de películas famosas (como La Misión), clásicos standards del «Real Book», boleros, tangos, valses peruanos, bossas novas, folclor latinoamericano, nueva canción chilena, etc. Leo además había estudiado sonido en Valdivia y tenía una grabadora «Tascam» con la que se podía grabar por pistas, y entonces nosotros aprovechábamos los miércoles —en vez de esquiar— para probar ideas; así fue como yo propuse varios arreglos de música popular chilena, con los cuales tiempo después postulamos y obtuvimos nuestro primer Fondart (año 94), que nos permitió grabar el cassette La noche mágica (este trabajo constituyó uno de los orígenes del grupo Entrama).

Pero quiero insistir en Terra Nova.

Además de Valle Nevado, comenzamos a tocar en diversos lugares y ocasiones, como congresos y distintos eventos en los hoteles Sheraton, Hyatt, Carrera, en el centro Casa de Piedra, etc. Recuerdo la inauguración de un juego en Fantasilandia (el «Mississippi» o algo así, disfrazados de dixieland), o amenizar la cena en la visita de presidentes extranjeros en La Moneda (de Italia y de Malasia), o la interpretación de un repertorio de villancicos navideños en el mall Parque Arauco junto a los hijos de Leo, Leíto y Jazmín —de 6 y 8 años—, en xilófono y flauta dulce respectivamente.

Toda esta práctica —que se extendió más o menos por siete años— me dejó múltiples aprendizajes, tanto en relación a una actitud profesional (horarios, vestuario, responsabilidad, disciplina) como en lo musical. Y en este sentido para mí el cancheo fue una escuela fundamental, no sólo por el estudio del instrumento y de un determinado repertorio clásico, sino principalmente por el trabajo creativo de adaptar para el trío música de distintos géneros y estilos. Pero muy especialmente porque ese trabajo muchas veces se realizó en vivo, en el momento, improvisando.

Es así entonces que para mí el cancheo fue una escuela de la práctica de lectura a primera vista (en llave de sol y de fa, y de clave americana); de armonizar y «orquestar» en tiempo real; de transportar a primera vista; de crear introducciones, interludios y codas en tiempo real; de crear bajos con sentido melódico independiente, segundas voces, contrapuntos; es decir arreglar en tiempo real. Asimismo, fue una escuela de aprendizaje de estilos diversos, pero más que nada de desarrollo de una «intuición estilística». Todo esto me hizo desarrollar los «reflejos sonoros». En buenas cuentas, el cancheo fue una escuela de desarrollo del oído.

Y lo más hermoso de esta experiencia fue que toda esta práctica de la improvisación se daba colectivamente, casi telepáticamente. En varias ocasiones (recuerdo una tocata en un centro comercial y otra para los trabajadores de Canal 13) en que la gente estaba escuchando, en silencio, pedimos que nos propusieran temas. Hacer eso un músico solo (en piano o guitarra, por ejemplo) ya es un desafío, pero hacerlo a trío es un riesgo grande. ¿Cómo se pondrán de acuerdo los músicos sin haber ensayado antes? Recuerdo algunas de las propuestas: Los Momentos, My way, el himno de la UC. Yo establecía la tonalidad y un simple ciclo armónico que servía como introducción; el «Peje» adivinaba la jugada y pintaba unos bajos entretenidos; y finalmente el Leo cantaba la melodía, por todos conocida. Una vez planteado el tema el Leo y el «Peje» se alternaban una variación, mientras el otro inventaba una contra melodía. A veces yo proponía una armonización completamente distinta de la original, y ambos agarraban al vuelo la idea. Los ojos de la gente brillaban como niños chicos gozando con este juego, como si asistieran a un acto de magia.

Terra Nova no siguió como trío, por diversas circunstancias y desencuentros, pero esa magia se me grabó en el alma. El desarrollo de esta manera de improvisar es más hija de la intuición y el «instinto» que del estudio; más hija de la calle que de la academia. El músico latinoamericano es, en general, canchero, y aprende luego a resolver problemas sobre la marcha, como un maestro chasquilla. No importa que la solución no sea perfecta, en estilo, un ejemplo de erudición, la cuestión es que el alambrito sirva, funcione, y el juego parezca (y tal vez sea) magia verdadera.

Es más importante el oído que el conocimiento teórico, y el oído es la esencia de la música, y por lo tanto de la improvisación.

Generalmente se relaciona la improvisación con el jazz, y que me perdonen mis amigos jazzistas, pero ¡qué daño le ha hecho el jazz a la improvisación! Todo aquel que encara la improvisación se enfrenta a un monstruo cuya principal y más aterradora característica es el virtuosismo, la rapidez, el malabarismo.

A riesgo de parecer auto referente en exceso, voy a transcribir un texto que incluí en mi libro Recorriendo el laberinto (2007, producción independiente), referido a este asunto:

Play music, jouer de la musique, musik spielen, igrat musiku.
Jugar a la música.
Improvisar, inventar, crear.
Generalmente se vincula la improvisación al jazz, a «solear» y al virtuosismo; pero también están improvisando los músicos que acompañan a aquel que «solea». Improvisa quien acompaña a un cantante, a un cantaor, a un bailaor, a una pareja que baila tango, cueca, salsa.
En todas las músicas del mundo los músicos improvisan, componen, arreglan, aunque puedan tocar «siempre lo mismo», con o sin la ayuda de una partitura.
La improvisación no es patrimonio ni de Charlie Parker, ni de Mozart tocando las cadencias de sus conciertos, ni de Ravi Shankar o toda la música de la India, ni de Bach tocando el tema de la «Ofrenda Musical».
La improvisación es el primer instante, el juego primigenio, la danza de la sinápsis. Es el misterioso territorio de la libertad. No tiene nada que ver con la rapidez o el malabarismo.
Todo músico debe improvisar.

Los cancheos con el trío Terra Nova fueron la escuela en donde aprendí, desarrollé y apliqué estas ideas, tanto en relación a la improvisación como a los arreglos, y esto constituyó la base sobre la que se edificó mi posterior desarrollo creativo, tanto en grupos como a nivel solista.

No puedo terminar estas ideas sin comentar que esta práctica de los cancheos, del punto de vista laboral, está totalmente desprotegida. Los músicos chilenos no estamos organizados en sindicato y por lo tanto estamos sujetos a los vaivenes de un mercado feroz, sin posibilidad de fijar precios mínimos dignos por nuestro trabajo, y asimismo estamos expuestos al abuso de algunos productores inescrupulosos.

Esto, en todo caso, será materia de reflexión en posteriores entregas.

Complemento este artículo con tres arreglos que he hecho de música popular chilena: La pajita de Horacio Salinas (sobre poema de Gabriela Mistral), La partida de Víctor Jara y La consentida de Jaime Atria.El Guillatún

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