Los enigmas y Turandot: Los enigmas son tres, la muerte es una. (Una es la vida)
Giacomo Puccini (1858-1924) murió dejando inconclusa Turandot (1926), ópera en la que había trabajado en sus últimos años y que lleva a su máxima expresión el exotismo desarrollado por la ópera desde el siglo XVIII. Franco Alfano (1876-1954), por encargo de la familia de Puccini terminó la obra que es catalogada como la última gran ópera italiana, la última escrita para la voz, entre otros, además de una de las más exitosas de la actualidad.
El texto de Giuseppe Adami y Renato Simoni se basa en una historia antigua teatralizada en el siglo XVIII, una fábula o un cuento de hadas ambientado en la China imperial. Éste trata de una cruel princesa que somete a sus pretendientes a tres enigmas para casarse con ella. Su crueldad y frialdad se debe a que su abuela fue ultrajada por un extranjero. Si el candidato fracasa en descubrir los enigmas, muere. Calaf, un príncipe extranjero vence a Turandot y, ante la desesperación de ésta, presenta un nuevo enigma: su nombre. En ello, el padre ciego de Calaf (Timur) y la esclava Liù son apresados para revelar el nombre y Liù se sacrifica por amor. Finalmente, Calaf revela su nombre a Turandot y ésta se enamora de él.
Turandot, no obstante ser una obra breve, es por lejos la obra más espectacular de Puccini tanto en la partitura de orquesta, coro y solistas, como por las exigencias y las posibilidades de lucimiento de la producción, lo que se nota desde que se abre el telón. Además, la partitura está llena de elementos orientales (más que Madama Butterfly veinte años más antigua) que destacan en un comienzo en la percusión, pero luego se descubren en toda la partitura a través de diversas melodías.
La dirección musical, a cargo de Paolo Carignani dio muestra de todo el orientalismo y grandiosidad que Puccini construyó en Turandot, pero a momentos el tempo fue inconsistente, haciendo variaciones un tanto caprichosas: pausas que creaban silencios incómodos (como en la escena de los enigmas) o aceleraciones molestas para los cantantes.
El rol titular es temible y los registros en audio y video que existen de esta ópera demuestran que pocas cantantes han logrado llenar del todo el papel. Nombro solo algunas, como Nilsson, Sutherland y Marton. En esta producción, una madura Nina Stemme asumió a la princesa de hielo con una voz gigante, como exige el personaje, pero que se volvía agotadora sobre todo en los agudos, a falta de matices y colores, problema que se corrigió en el tercer acto. Su actuación es muy buena, retratando a una mujer cruel, pero a la vez frágil y contenida.
Por su parte, el rol de Calaf ha sido representado por los más grandes tenores del último tiempo y, tal vez, Pavarotti o Domingo hacen sombra a muchos cantantes por ser uno de sus grandes roles. En esta oportunidad, el italiano Marco Berti representó al straniero que descubrió los enigmas. Su voz es adecuada para el personaje, pero a momentos le quedó grande y su actuación dejó mucho que desear, haciendo uso de un lenguaje corporal poco original (apertura de brazos) y de un rostro casi inexpresivo.
Para el hermoso y breve papel de Liù no dejan de haber tremendas referencias (Tebaldi, Scotto o una de las mejores, Caballé). La joven y bella Anita Hartig fue aplaudida como la esclava que se sacrifica por amor, tal vez el personaje favorito del público, en atención a su bondad y generosidad. Su actuación fue dulce y el contraste con la potente Turandot de Stemme fue realmente notable.
Como Timur, el ucraniano Alexander Tsymbalyuk pudo dar la importancia que merece al anciano rey destronado y ciego, padre de Calaf. En la voz, impecable, pero en la actuación a veces fue un poco exagerado.
Por último, como los ministros Ping, Pang y Pong, vimos a Dwayne Croft, Tony Stevenson y Eduardo Valdés, respectivamente. Los tres fueron grandes intérpretes y actores, aunque tuvieron algunas imperfecciones en la escena de conjunto del segundo acto.
Turandot es una obra maestra y no cabe duda al escucharla o verla. Parece alejarse, en parte, del verismo que su autor estaba desarrollando en sus óperas anteriores, pero ello la hace solamente distinta (o novedosa por lo universal). El argumento es claramente menos profundo que los de trabajos puccinianos previos y ello se evidencia en Calaf (la facilidad con que supera la muerte de Liù), pero la música es en todo momento cautivadora, por lo que los detalles del texto pueden fácilmente pasarse por alto y en ello colabora una excelente y clásica producción como la del gran Zeffirelli.
La increíble producción de los años ochenta de Franco Zeffirelli se autojustifica. Acompañada de un vestuario y accesorios maravillosos y una interesante coreografía, es una creación lujosa y de culto. Sea en la ciudad de noche o en la luminosa corte imperial de Pekín, lo magnífico de esta puesta en escena es impactante. Creo que el uso de diferentes alturas en la escenografía permite que la apreciación en conjunto de la producción sea posible y, además, el exceso de elementos se distribuya y no resulte cansadora.
Si, a diferencia de lo que vimos en esta ocasión, se tiende a una puesta en escena novedosa, vanguardista o extravagante, se puede hacer perder la lógica a una obra que ya tiene un elemento fantasioso importante, por ello es que una producción tradicional puede no ser «segura» sino fundamental para que una ópera como Turandot sea creíble y pueda disfrutarse completamente. Siempre recalco que la ópera es un género, salvo algunas excepciones, en que no se puede pedir un desarrollo en tiempo real o un realismo cinematográfico, por lo que debe mantenerse la credibilidad del relato hasta el último intento. Liù da el aspecto terreno (aunque románticamente) a Turandot y Anita Hartig fue perfecta en ello; todo lo demás es mágico, pero de eso se encargaron el compositor y Zeffirelli: los enigmas deben resolverse en el argumento, el espectador debe disfrutar de la obra y no ser sometido a otro.El Guillatún
«Pero mi misterio está encerrado en mí, mi nombre nadie lo sabrá».