El Guillatún

Un hechizo hecho pedazos

Black Mirror

Bryce Dallas Howard es una mujer desesperada por aumentar su puntuación en las redes sociales en el episodio «Nosedive», el primero de la tercera temporada de la serie inglesa Black Mirror. Foto: David Dettmann / Netflix

El oficio del futurólogo no es describir de manera fidedigna lo que sucederá en el futuro próximo o lejano. Lo que no ha acontecido sencillamente no puede ser narrado y toda analogía con el tiempo presente demostrará, tarde o temprano su completa insuficiencia. El futurólogo es un animal muy distinto al meteorólogo y prácticamente opuesto al futurista, con su pueril idolatría a la velocidad. Quizá el futuro habrá abolido también el espacio y ¿qué será entonces de la velocidad? El futurólogo no se ocupa de magnitudes, ni curvas de tendencia. No son los adelantos técnicos, las degeneraciones del léxico, ni los avatares del comportamiento sexual sus verdaderas preocupaciones. Si condesciende en ellos es sólo con el fin de permitirnos cierta distancia en virtud de la cual verificamos la persistencia de los motivos fundamentales. En este sentido el futurólogo realiza un mito invertido. En lugar de viajar a un lugar en el pasado remoto para revelar algo sobre el presente, nos hace anticipar el futuro como la consecuencia más lógica y aleccionadora de nuestro propio presente. Desde Julio Verne, pasando por Aldous Huxley, George Orwell, hasta Philip K. Dick, o Stanislaw Lem, la ciencia ficción es un género que se ha visto enfrentado, a causa de sus mismos procedimientos, a una toma de posición ética frente a la historia. ¿Es auspicioso el porvenir? ¿Son los muchos adelantos y triunfos de nuestra técnica garantías para nuestra felicidad, o desmesuras que no tardarán en ser castigadas por los dioses? No es casualidad que la buena literatura y el buen cine de ciencia ficción adquieran un cariz sombrío desde el momento en que se plantea la cuestión del porvenir.

Black Mirror es una serie inglesa que, desde su estreno en el año 2011, ha pasado relativamente desapercibida en el mercado latinoamericano a excepción de un reducido grupo de fanáticos. No fue sino hasta la compra de los derechos por Netflix y el lanzamiento de la tercera temporada que su fama adquiere mayor relevancia, con la participación de un elenco internacional y una presentación en seis capítulos de variable duración. Creada por Charlie Brooker, guionista y columnista mordaz de la renombrada revista The Guardian UK, Black Mirror difícilmente se ajusta a las expectativas del consumidor promedio de series de televisión. En palabras de Brooker, la serie pretende hacernos sentir «verdaderamente avergonzados». Pero, ¿avergonzados de qué? Nuestro modo de vida, la sociedad decadente que estamos construyendo y nuestra fe absoluta en la tecnología, serían algunos de los blancos hacia los cuales estarían dirigidos sus dardos. Cabe señalar que esta serie, a diferencia del formato convencional, no presenta una constancia narrativa que permita identificar un solo protagonista, o conflicto central en todos sus capítulos. En realidad, cada capítulo es una unidad autosuficiente cuya integración en la totalidad de la obra funciona al modo de un fractal, donde la parte refiere al todo y el todo a la parte. Motivos que se adelantaron en los primeros capítulos, como la ubicuidad de la información, el control de las masas a través de dispositivos de invasión de la privacidad, o la creación de inteligencias artificiales, se refunden en nuevos capítulos y temporadas, donde pasan a ser integrados como a las voces de un coro, otorgando densidad narrativa a una propuesta que horroriza por su impecable verosimilitud.

La primera temporada de Black Mirror, compuesta por tres capítulos independientes, transmite una visión oscura del futuro que va desde lo sutil, casi indistinguible de nuestro presente, hasta la distopia en toda norma. En esta primera entrega observamos una sociedad cuyos gobernantes se encuentran permanentemente expuestos al comportamiento viral de las redes sociales («The National Anthem»); donde la distinción entre lo público y lo privado desaparece con un implante en la retina de los ciudadanos («The Entire History of You») o, en su versión más aguda; una sociedad donde los mass media toman el control de la vida de los ciudadanos, confinándolos en celdas donde deben ganarse la vida acumulando puntos en bicicletas generadoras de electricidad; puntos que se podrán utilizar para omitir una publicidad —ominosa reminiscencia de Spotify o Youtube— o eventualmente comprar un boleto hacia la fama («Fifteen Million Merits»). El hilo conductor de esta primera temporada es la amenaza que respira en cada una de nuestras interacciones con la tecnología; la facilidad con que utilizamos aplicaciones aparentemente gratuitas, la pueril alegría que experimentamos al conseguir bienes y servicios que hemos sido educados para preferir, o la manipulación a la que nos exponemos compartiendo en redes sociales información cuyo origen desconocemos. El dispositivo argumental de Black Mirror funciona en muchos sentidos como un «mal viaje», donde la droga que tomamos por mera diversión, viniera a diluir un hechizo demoníaco y las cosas revelaran súbitamente su verdadera apariencia. En los cuentos populares este dispositivo es paradigmático: las brujas simulan su repulsiva apariencia bajo el disfraz de una mujer seductora, las manzanas envenenadas son de un rojo sobrenatural y las casitas de galletas ocultan las peores depravaciones. Desde la Antigüedad, íncubos y súcubos tientan a los hombres halagando sus sentidos con una atractiva apariencia, sólo para hacerlos presas del Gran Adversario. Por supuesto, el mismo dispositivo ha sido rescatado por la ciencia ficción contemporánea. Sin ir más lejos recordemos el efecto que tenía la píldora roja en Matrix (1999), cuya función era precisamente destruir la ilusión que mantenía a Neo atrapado en una mentira de gargantuescas proporciones. O el menos conocido ejemplo del Congreso de futurología de Stanislaw Lem (1971), que describe una sociedad gobernada a través de alucinógenos, el más poderoso de ellos, diseñado para «enmascarar», endulcorar y censurar aspectos completos de una realidad que se cae a pedazos; motivo que será reinterpretado como una de las tantas funciones del implante retiniano en la tercera temporada de Black Mirror («Men Against Fire»).

Es interesante advertir que, en la ciencia ficción de corte pesimista, es precisamente nuestra técnica la primera sospechosa del orden perverso que rige nuestro futuro. Hibris y técnica conocen así una peligrosa asociación. Si hay un lugar donde esto se vuelve palmario, es en la tercera temporada de Black Mirror. La tónica de esta última entrega, es la progresiva desnaturalización de la vida a causa de una tecnología que se vuelve cada vez más invasiva y omnipresente. Si el objetivo de nuestra técnica era servirnos como una fiel esclava, al punto de hacerse ella misma imperceptible, su filo se vuelve doblemente peligroso, pues podría estar actuando aún cuando no nos percatemos de ella, convirtiéndonos, en palabras de Gustav Bally (1945) en esclavos de nuestra esclava. La agudeza y más aún, la espantosa vigencia con la que es abordado este problema, son dos argumentos suficientes para dedicarle algunas horas de ocio a esta serie de televisión que promete volverse de culto.El Guillatún

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