El Guillatún

Opus 9 / Homenaje a un arte marginal

A los tatuados

Aunque no dudemos de su estética ni de la dificultad de su ejecución, el tatuaje, como Nosferatu, no puede atravesar el umbral de los museos a menos que lo hayan invitado. Y, si un ingenuo conservador es bastante inconsciente para abrirle su puerta, se arriesga a tener que prestarse a prácticas macabras… En efecto, ¿cómo exhibir un tatuaje en un museo? ¿Alquilamos al individuo tatuado por unas horas diarias y se viene a sentar en una silla, dejándose admirar por los visitantes? ¿O habrá que exhibir la piel de los tatuados muertos en marcos de oro entre la balsa de la Medusa y una sospechosa escultura de Jeff Koons? En realidad, estas dos opciones ya son prácticas contemporáneas del mercado del arte. Pues, si echan un vistazo a la obra de Will Delvoye, verán que es fácil mandar a tatuar su puerquito muerto, o firmar la venta post mortem de su espalda tatuada, por la bonita suma de 150.000 euros.

En una época en la que todo se compra y se vende, las sutilezas del arte del tatuaje parecen superar el entendimiento de los mercaderes del arte. Y algunas crudas provocaciones del arte contemporáneo parecen no entender en qué consisten realmente las Grandes Transgresiones. Queremos hablar de aquella clase de transgresiones bien conocidas de los maestros tatuadores y de los tatuados…

El tatuaje lleva con él el imaginario de los marineros, de los presos y de los criminales, es decir aquellas personas acostumbradas a enfrentar las fuerzas desencadenadas de la naturaleza y las tentaciones de los pecados capitales. Esos personajes tatúan sobre sus cuerpos, figuras que encarnan aquel combate perdido de antemano. En algunas culturas, existe la creencia en que el tatuaje otorga a la persona el poder de enfrentar la fuerza de los elementos. Por eso, se dibuja en los muslos de los Yakuzas monstruos marinos, sirenas lascivas y olas asesinas y, en los brazos de los marineros, pulpos gigantes, tormentas y tsunamis. El tatuaje intimida, y, de la misma manera que los guerreros disfrazan su miedo con gritos amenazadores, los camorristas se disfrazan de gigantes para tratar de olvidar que están perdidos en abismos inmensos.

El tatuaje marca en la carne las penas de la condición humana. Inflige al cuerpo un dolor que acompaña el dolor del alma. Así, ciertas personas suelen mezclar a la tinta que los marcará, las cenizas de sus difuntos. Otros enviudados prefieren, según la tradición maorí, imprimir en su figura símbolos llamados mokos, que se dibujan bajo los golpes del hueso de un ala de albatros. También, peregrinos que caminaron centenas de kilómetros en esperanza de un milagro, terminan tatuándose la cruz de Santiago de Compostela.

Poniendo de lado lo trascendente del tatuaje, en Francia, en 2013, la Agencia Nacional de la Salud reveló la presencia de componentes tóxicos en las tintas más coloridas. Y aunque el lobby de los tatuadores impidió la prohibición de aquellas tintas, el debate que generó la Agencia de la Salud llevó a infundir la paranoia del cáncer a personas que suelen no temer a abrazar a la muerte. Sin dudar de las buenas intenciones de la institución francesa, parece que, hoy en día, el imperativo de buena salud se volvió un pequeño totalitarismo que tiende a ignorar el hecho de que existen emociones tan intensas, que superan, a veces, al mero instinto de supervivencia. La nueva normativa higienista de nuestra época, que extrañamente no ataca ni el cigarrillo ni McDonald’s, actúa como un eficaz instrumento de control social: prohíbe sutilmente el dolor, las penas y el sufrimiento, y hasta prohíbe morir. Impone un ideal de felicidad sin pruebas, sin obstáculos y sin tormentas. Uno tiene que vivir en la luz pálida del eterno bienestar y, de preferencia, con un electro cardiograma plano. Y si con eso, la vida parece sin sabor ni intensidad, nos queda el Prozac y las provocaciones artísticas sin sentido.

Al menos, hay poesía en el tatuarse, con tinta cancerígena, un águila en el brazo después de haber sobrevivido a un mar desencadenado. Tatuados y tatuadores están al margen de nuestra época porque no temen ir a la deriva por el Styx, mirando en la otra ribera, las tormentas del Infierno. Y gracias a aquella valiente lucidez, pueden grabar en su piel, realidades que no caben en ningún marco.El Guillatún

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