El Guillatún

Opus 4 / 360° Norte

A todos los que se preguntan dónde diablos está la Estrella Polar

A veces, no queda nada más que el cielo nublado para empatizar con un miserable destino. Nada más que los limbos que amenazan con su ducha fría. Nada más que aquellos fenómenos meteorológicos llamados nubes noctilucentes para dibujar irónicas señales en el horizonte.

Y el caminante despistado se encuentra más perplejo que foca en el desierto de Atacama. Arena, roca, lagartija, nube negra, arena, arena, lagartija, roca, nube negra y mucha sed.

Queridos lectores, no es imprescindible ser geógrafo u oriundo de la zona para encontrar su camino. Porque si no temen errar a ciegas, pronto se toparán con una brújula humana.

De hecho, las brújulas humanas están a la vuelta de todas las dunas de Atacama, a lo largo de todas las veredas y se pueden manifestar a cualquier creatura capaz de percibir. Susurran sobre las ondas radiofónicas, dejan espacios blancos entre las líneas de los poemas y señales cabalísticas detrás de los asientos de los transportes públicos. Son los místicos de las carreteras, los marginales, los outsiders, los viejos locos cuyas risas asustan.

Aquellos entes tienen un don poco común; el de fulminarnos del relámpago de Zeus con dos palabras bien escogidas, una picadura bien ubicada o un estrabismo que lo dice todo. En otras palabras, las brújulas humanas son a los despistados de las metrópolis lo que Rafiki es a Simba: un golpe de nuez-de-coco detrás del cráneo.

Y cuando no se divisa a ninguna brújula humana en un radio de 7 km es el momento de cerrar los ojos y de volverse hermético a todos los estímulos parásitos que tapan lo que Aldous Huxley solía llamar «las puertas de la percepción». Es el momento de bajar los decibeles del silencio hasta ver lo que no se escucha y perder el sentido de lo absurdo. En otras palabras, es el momento de dejarse acercar por el zumbido del mundo.

De repente encenderán su televisor y James Brown les gritará «Wake up! Can you see the light?» y Chuck Norris les revelará los 10 últimos decimales de pi. Se sentarán en un banco el tiempo de digerir la nueva información y se les acercará un evadido de manicomio, el vendedor de algodón, un recuerdo de su niñez, el espectro de Oscar Wilde, la voz de Screamin Jay Hawkins, la silueta de Alfred Hitchcock, su tía Bluminda.

Serán ellos, los mensajeros, los barqueros, los coyotes, los canales del zumbido del mundo. Les harán accesible aquel rumor inaudible que no es el canto engañoso de las sirenas ni tampoco el roce de las placas tectónicas. Es un sonido de una naturaleza totalmente distinta. Unos clic clap clap húmedos y tibios que refrescan al despistado. El cantar de una pequeña lluvia sobre la arena de Atacama.

Aquel zumbido del mundo es lo que el santo Robert Plant le pedía al Gran Misterio, no un diluvio sino una perfecta dosificación de lluvia. Una pequeña lluvia que tiene que caer sobre nosotros. Una lluvia que cae sobre los parpados del ciego. Una lluvia que corre en el cuello del condenado y moja los calcetines del exiliado. Sólo una pequeña lluvia para ver despejarse la Estrella Polar, para encontrar el Norte y ver despertares.El Guillatún

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