El Guillatún

¿Seamos humildes?

La caída de Ícaro - Marc Chagall, 1975

La caída de Ícaro - Marc Chagall, 1975

Queridos lectores,

Hay historias que tenemos estampadas en nuestra epidermis, historias que describen la caída de los soberbios, de Ícaro, de Lucifer, de todos aquellos que pretendieron volar demasiado cerca de los astros y del Todo Poderoso. Solemos demonizar a esos pecadores narcisistas, esos ególatras quienes, en su búsqueda de poder, voltean y destrozan todo en su paso. Esos mitos están para recordarnos que en nuestra gran mayoría, nosotros, la masa de los individuos, corremos el riesgo de ahogarnos en nuestros propios excesos, y que, en nuestro loco deseo de potencia, somos capaces de hundir el mundo en el caos. Felizmente, tenemos a guías para razonarnos, hombres sabios para enseñarnos la moral que, nosotros mortales, no seríamos capaces de deducir solos. Y a estos guías les gusta contar la historia de los humildes, de aquellos ejemplos de santidad quienes saben endurar las penas, quienes saben cargar su cruz en silencio y quienes, en su fe incansable y en el dolor de su cotidiano, cultivan con pasiva paciencia la esperanza en la venida de días mejores…

Sin embargo, este mes, en El Guillatún, lejos de interesarnos en la humildad, preferimos abordar el tema de la soberbia rebelión. Así, en su crítica de la película Michael Kohlhaas, presentada en Santiago en la ocasión del 17° festival de cine europeo, José Contreras reflexionó sobre el símbolo de la lucha legendaria de un mercader de caballos contra el Estado sajón. En su sed de justicia, Kohlhaas pierde su humanidad y se convierte en un saqueador cruel. Es cierto. Pero, como lo escribe José Contreras: «Kohlhaas, a diferencia de Job, no se somete; no sirve incondicionalmente a la voluntad divina, reclama por la fuerza, su derecho a la justicia. Dice, al igual que el Ángel Caído: “¡Non serviam!” (¡No serviré!)».

Queridos lectores, es aquel famoso orgullo de Kohlhaas el que los grandes discursos morales acusan de estar en el origen de las violencias de este mundo. De la crueldad, de la destrucción, del desprecio de los demás… y nuestro argumento, obviamente, no es alentar esas violencias, al contrario.

Sin embargo, sería injusto pensar que el orgullo es siempre demoniaco. El orgullo es también aquel legitimo amor a sí mismo del que nace la aspiración al conocimiento, a la belleza y a la dignidad, y, sí, necesitamos un poco de aquella dulce arrogancia. Como lo escribe José Contreras: «Sin un puntillo de soberbia, no sería posible la creación artística». Y más allá del arte, ningún pueblo se siente en el derecho de exigir condiciones de existencias dignas sin un mínimum de orgullo y soberbia.

Es quizás por eso que cuando, en cualquier parte del mundo, un poder abusivo busca asentar su autoridad, necesita convertir a su pueblo en una masa humilde e insignificante, repitiéndole esas frases conocidas: «porque polvo son y en polvo se convertirán, bárbaros son, ignorantes son, dejen a los que saben, elegir en su lugar». A un poder abusivo, siempre le es conveniente demonizar al que quisiera tomar un poco de altura.

Entonces, cuando de este lado de la Cordillera los medios resumen sistemáticamente las marchas estudiantiles a los actos de saqueo y vandalismo, ¿será porque buscan enseñarnos la humildad? ¿Esa humildad que nos mantiene a ras del suelo? ¿Esa humildad que nos hace desconfiar de nuestro sentido común y nuestro discernimiento? ¿Porque un par de saqueadores interfieren en las marchas debemos demonizar a una generación de estudiantes que busca acercarse a los astros? ¿Debemos sentirnos culpables por exigir que la educación no sea sometida a las leyes del mercado?

Amigos de El Guillatún, no hay blasfema, ni crimen, ni fanatismo en tal exigencia. Al contrario, son el saber, la educación a la reflexión, al análisis y a la apertura de la mente los que preservan a los pueblos de caer en el fascismo, el terrorismo y el caos. Entonces, como cualquier libre pensador necesita tomar altura, levantemos la cabeza.

¡Hasta la vista!El Guillatún

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