El Guillatún

Dos bestias en el gueto narrativo

Hienas / Niños héroes

He vuelto a cometer acaso el despropósito de leer dos libros en paralelo mientras atiendo un stand en una feria del libro, y escribo estas notas en esa misma circunstancia, sólo que esta vez estoy en Córdoba, Argentina, y me rodea un público que pregunta si tengo algo de Bolaño, de Parra o de Lemebel. Pero sólo tenemos a autores emergentes, desconocidos aún en esa droguería tercermundista que llamamos Chile.

A pesar de todo, los estantes se van vaciando y se van agotando los pocos libros que trajimos, dudosos de poder vender nuestras propuestas y novedades. Celebrando, compartimos un fernet con tres o cuatro poetas y editores cordobeses que preguntan, de nuevo, por Bolaño, Lemebel y Parra. Preguntan por su importancia para la escena chilena, para los emergentes. Y entonces sí terminamos hablando de escritores actuales, jóvenes como Diego Zúñiga, o ignorados como Eduardo Plaza. Hablamos de los bolañitos y las diamelitas, de la crítica, de los premios, de la academia, de cómo funciona nuestro gueto o circuito.

El hecho es que con Niños héroes (Random House-Mondadori), a Diego Zúñiga le ha sucedido algo que podría ser casi sintomático en este sentido. La crítica, los aparatos de márketing, y el propio lobby que hizo él mismo en tanto autor, lo catapultaron desde su temprano debut como novelista, y hoy, cuando publica su primer volumen de cuentos, la ola de aplausos se convierte en cruda resaca, y le dan con todo. Sobrevalorado es lo menos que le dicen. Yo mismo puedo haber sido parte de ese juicio. Tanto Camanchaca como Racimo, me parecieron libros correctos, buenos, de esos que valen la pena comentar, de los que se puede decir algo (porque de los libros que uno encuentra derechamente malos uno no dice nada, calla). De ahí a cantar albricias y aleluyas hay sin duda un largo trecho. Y lo que no puedo entender es qué es lo que los críticos leyeron en Niños héroes que marque semejante diferencia como para que, habiéndolo tratado como lo trataron antes, lo traten ahora así. Quiero decir: yo no creo que Zúñiga se haya caído o convertido en un mal escritor. Para nada. Y voy a ir cuento por cuento a riesgo de dar la lata o de cometer algún spoiler.

Comencé con el libro antes de viajar. El primer cuento se llama «La ciudad de los niños» y en ella hay un narrador que es testigo de un asalto bancario. La gracia radica en que se trata efectivamente de menores de edad y el suceso se produce en esa siniestra mezcla de parque de diversiones y matrix del capitalismo que es Kidzania. Luego viene «Un mundo de cosas frías», relato en el que una pareja de estudiantes universitarios pone en práctica un extraño y peculiar modo de okupa: pernoctan en los departamentos piloto de distintos edificios nuevos, aún inhabitados e incluso aún en construcción. Ese arco etario es el propuesto como protagonistas de la mayoría de los relatos. ¿Podemos en base a eso argumentar que Zúñiga es un escritor que está definiendo su camino dentro de lo que mañosamente los vendedores de libros llaman «literatura juvenil»? Yo no sé todavía qué es de verdad eso. Mejor sigamos.

Mientras volaba sobre la cordillera de Los Andes, leí los siguientes dos cuentos. En «Omega» un niño vive la emoción de creer que posee un reloj que da la hora de la luna. Sabe demasiado rápido que no es así, que algo miente o falla, que algo no está bien. Desde cómo se apropió del reloj hasta la reacción de su amiga cuando él se ufana de su posesión de astronauta. Algo se ha descompuesto, o algo desde el principio lo estuvo. A continuación, «El lenguaje de los pájaros» propone a un matrimonio joven que vive al lado de una vieja que parece haber perdido la cordura o la paciencia y le dispara a las aves que anidan, sobrevuelan o hacen ruidos en los frondosos patios vecinos. El asesinato de los animalitos funciona como metáfora por supuesto: hay otra cosa que ha muerto. Pero ¿qué? ¿Qué es eso que no se dice con todas sus letras? Este cuento, con un final radicalmente más abierto que cualquiera de los anteriores, deja al lector ante el abismo de la libertad interpretativa. De hecho esta estrategia de Zúñiga está directamente en la misma línea que Felipe Fuentealba, cuyo volumen de cuentos Otoño edité en Balmaceda Arte Joven Ediciones a principios de este año, y aunque lamento que la comparación venga de tan cerca, tengo que decir que me parecen propuestas interesantes y arriesgadas, que logran atrapar y hasta emocionar.

Ya instalado en la Feria del Libro de Córdoba, entré a los siguientes relatos, el corazón del libro. «Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán» me decepcionó. Me dije: ah, acá puede estar la explicación al mal trato que le han dado a Zúñiga. «Tierra de campeones», «Niños héroes» y «Cabezas negras» siguieron profundizando mi desazón. No es que la pluma decaiga, no es formal. Es más que el uso de un estilo directo y conciso, desprovisto de recursos y que abusa de la simplicidad. Es más que eso porque eso es tendencia y podría achacársele a toda la obra de unos cuántos, autores impelidos al guión telegráfico por el influjo twittero de la era de la imagen. Y eso en sí mismo funciona bien, fluye, no es ni pecado ni provoca rechazo ni nada. Es más que eso, insisto. Si uno bosteza y acelera el paso es porque en estos cuentos el aire de broma colegial, de chiste interno y hasta de club de Toby, se apodera de la atmósfera y da la sensación de que estamos ante una de esas publicaciones testimoniales de un taller, llenas de alusiones literarias más bien autocomplacientes. Es como si el autor estuviera demasiado cerca y engolosinado con sus anécdotas, como si no hubiese logrado sacarse de encima el compromiso biográfico. A pesar de ello, como piropo, digamos que el eco de un lejano Bolaño se deja sentir en «Tierra de campeones». Del mismo modo, sofocado por el calor cordobés, no pude leer «Cabezas negras» sin sentir que estaba ante una versión menos verosímil de la novela Incompetentes de Constanza Gutiérrez (La Pollera Ediciones, 2014). Como sea, el asunto es que en estos 4 cuentos, incluyendo el que da título al conjunto, creo que hay, definitivamente y no como metáfora, algo que no funciona.

Por suerte los últimos 2 relatos retoman de manera más resuelta el salto al vacío, la osadía y el riesgo. «Montevideo» y «La tierra baldía» tienen esa indeterminación que entrega al lector algo más que la responsabilidad de cerrar la diégesis. Sucede que al asumir que ese impulso es una responsabilidad, un deber, el autor logra hacer sentir al lector como alguien que padece un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo). Una estrategia que me recordó incluso a algún Levrero (otro piropo). Dejar la inquietud ahí, palpitando, casi haciendo trampa. No es sólo dejar los finales abiertos. Es usar por ejemplo un hablante como el de «Montevideo», narrado desde un apelativo directo que nunca se deja establecer ni definir. ¿Quién es el que habla? Trata de tú a la protagonista, le sabe toda la vida y la de sus hijos, les sabe los sentimientos, emociones y pensamientos. ¿Qué fórmula poética del omnisciente es?

Entonces termino, pongo el libro en la balanza, y digo de nuevo: está bien, está bueno. ¿Por qué los críticos de la prensa lo habrán tratado tan mal? ¿Seré yo demasiado condescendiente? Quizás es simplemente eso. Por suerte no me interesa si se lee así. Hay quienes creen que comentar libros es como estar al borde de un ring o de un teatro de cachacascán y levantar o bajar el dedo decidiendo la suerte de los gladiadores. No es mi caso. No veo la virtud en escribir sobre un libro para decir que es un bodrio. ¿Qué clase de responsabilidad cree uno tener como para arrogarse semejante derecho? Mi responsabilidad para contigo lector, se agota básicamente en ante todo ser franco. Ya lo dije: yo no gasto pólvora en gallinazos. Si el libro de Zúñiga no hubiese contenido más que esos 4 cuentos que me resultaron sosos, habría guardado silencio. Afortunadamente no fue el caso. Así que vamos al otro libro y dejemos de perder el tiempo.

Hienas (Libros de mentira) es el libro con que debuta Eduardo Plaza. También leí los dos primeros cuentos antes de salir de Chile, y me parecieron excelentes. Sentí como una reverberación del peruano Julio Ramón Ribeyro, para no guardarme el elogio. «Teresa» es un cuento sugerente, en donde el narrador comienza insinuando una relación con la joven tía de su mujer, relación que a la postre se revelará como fortuita y no por ello menos intensa, sin llegar a ser en el fondo inadecuada. En el siguiente, «Federici cree ser emperador», enfrentamos una escena cotidiana entre un tío analfabeto y su pequeño sobrino que está aprendiendo a leer. Éste sí me parece un cuento magistral, de esos que sacan aplausos, profundo y conciso, que nos habla de la violencia que representa el acto lecto-escritor para quien ha tomado conciencia de la propia ignorancia. Se desliza además, un contexto histórico y político concreto que remite a episodios casi olvidados de la historia nacional. Muy bueno.

Le puse pause a este libro mientras vine a Córdoba, y lo terminé luego de haber dado cuenta del libro de Zúñiga. No puedo evitar volver entonces a la crítica, que asume una responsabilidad divina desde el duopolio de una prensa patética para emitir juicios tajantes sobre autores que intentan abrirse camino en un despiadado gueto, y me pregunto por qué ha habido un silencio extendido sobre el debut de Plaza. La respuesta es obvia. El libro no es de una editorial con los recursos ni el poder o las redes como para instalar mediáticamente a su autor, que tampoco es un lobbysta con experiencia. Así funciona el gueto, la escena. Es sabido que hay enormes escritores sin el merecido reconocimiento crítico.

Seguí leyendo entonces, y fue todo rápido, satisfactorio y motivante. Los relatos que completan el volumen son «Carolina Fellay», donde una niña es la excusa para hablar del paso del tiempo y su metáfora en el acto de fumar, de la vejez y sus achaques; «Hienas», donde de nuevo aparece la violencia en la infancia y puede quizás sentirse un aire al Ribeyro de «Los gallinazos sin plumas»; «Mariposa», que gira en torno a la relación de una joven pareja y la muerte de la prodigiosa mascota de ella; «Animales de compañía», que nos lleva otra vez a un contexto social y político concreto, el retorno de la democracia visto por los ojos de un hermano pequeño que admira al mayor por estar involucrado en la primera campaña de un parlamentario demócrata-cristiano; y finalmente «A ti nadie te obliga» y «Con Paula en la cocina, del tiempo junto a Isabel», acaso los cuentos más débiles del conjunto, que coincidencias más, coincidencias menos, se desarrollan al interior de las relaciones del futbolizado compañerismo escolar en el primer caso, y en la intimidad de dos sucesivas experiencias conyugales en el último.

Pienso que hay mucho, pero mucho en común entre los dos libros, aún cuando siento que Hienas es más parejo que Niños héroes. Y mientras escribo esto, en el último día de la Feria del Libro de Córdoba, una chica del público asistente me pregunta si le puedo dar algunos nombres de narradoras chilenas contemporáneas. Sucede que Andrea Jeftanovic estuvo al inicio del evento en algunas mesas y lecturas, y deduzco que sembró alguna inquietud. En todo caso hago esta mención porque esa intervención me ha traído a la memoria el Animales domésticos de Alejandra Costamagna.

Como ya mencioné en torno a Niños héroes, hay en Hienas una extendida presencia de las mascotas como protagonistas ocultos, como testigos o metáforas del fracaso de las relaciones. La animalidad y las bestias, pienso, vienen apareciendo en algunas narrativas chilenas contemporáneas hace un rato y quizás desde hace cuánto. En el libro de Costamagna hay, me parece, un grado posible y constatable de parentesco con estas propuestas de Zúñiga y Plaza. También hay cierto modo de narrar, simple y directo, ya se ha dicho. Y temáticamente están sin duda al lado del ya mencionado Felipe Fuentealba: las conexiones de su Otoño sobre todo con las Hienas de Eduardo Plaza, abarcan incluso a lo escenográfico, el territorio, la provincia que asoma como paisaje permanente, y que en el caso de Plaza es la cuarta región, Coquimbo y La Serena. «Los niños de la playa vivíamos siempre con ese destino precario: hacer amigos que desaparecían» apunta atinadamente en la contratapa Daniel Hidalgo. Entonces voy resumiendo, anotando: animales domesticados y/o en estado salvaje, relaciones que fracasan, provincia e infancia, escritura llana y sugerente, finales abiertos. De nuevo: ¿bastan acaso estos elementos para elaborar una caricatura de estos proyectos narrativos y tacharlos de literatura juvenil como si fuera un tipo de producción de menos valía, un género menor?

Finaliza esta Feria del Libro de Córdoba en donde me encuentro como miembro de Ediciones Balmaceda Arte Joven, sello integrante de la Cooperativa de Editores de La Furia, y celebro la actitud del público cordobés que se ha manifestado entusiasta e interesado ante la posibilidad de ir más allá de Lemebel, Bolaño o Parra. Saco cuentas alegres al respecto y quiero finalizar estas desordenadas notas de lectura simplemente felicitando a Plaza por el excelente nivel de su debut, y dejar constancia de mi apuesta personal por las búsquedas de estos narradores jóvenes y desconocidos más allá del traspié de Zúñiga, cuyo camino sin duda tiene aún varias millas Lanpass por canjear. El resto, lector, es tarea tuya.El Guillatún

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