El Guillatún

La noche que me gané el Óscar

La noche que me gané el Oscar

Un trabajo sobre la competencia brutal,
un trabajo sobre la necesidad de ser el mejor,
un trabajo sobre aquello que nos va liquidando sin que nos demos cuenta.

Aventuraré una personal lectura ante este nuevo montaje de Vicky Larraín. Y primero que nada deslizaré un lateral comentario al paso. Debemos felicitarnos como espectadores si es que logramos entender que el lenguaje de la danza contemporánea pone en escena cuerpos que se alejan del estereotipo grácil y estilizado de la bailarina clásica, no hay acá sílfides esbeltas de firmes carnes magras. Sólo eso ya me parece maravilloso. He visto compañías de danza teatro que transitan senderos colindantes, como el destacadísimo Teatro del Silencio de Mauricio Celedón, y aún siendo un lenguaje similar, en lo que se llama el casting, se marca acá una distancia sumamente significativa.

Y es que entrando ya en materia, las mujeres, las intérpretes y protagonistas de esta obra, están desnudas y se muestran los dientes, luchan como fieras por una prenda de vestir. Pero la pelea es en capas, primero por un vestido, luego por el vestido más bello, luego por ser la que lo luce en el centro. Azotan sus cuerpos contra el suelo, se arrastran, se empujan, caen. Hay luego una dinámica de pasarela, y todas intentan en su momento ser la estrella principal, van desfilando por ese podio pasajero, atraen sobre sí mismas el cenital, y siempre es devastador ser desplazadas de ahí. Caen en la depresión y en la locura incluso, sobre todo cuando se añade la consciencia del paso del tiempo y enfrentan el hecho indesmentible e inevitable de envejecer. La negación de la muerte y la búsqueda de una imposible eterna juventud es un valor supremo en el mundo actual. El éxito. Entonces la voz en off de la propia Vicky Larraín, nos dice que una noche soñó que se ganaba el Óscar, que alcanzaba la gloria. Pero la gloria puede ser simple y cotidiana como lograr que te quede rica una cazuela. O puede estar íntimamente ligada a un anhelo, como lograr la atención de ese o esa que te quita el sueño. O ya de plano podemos hablar de la gloria profesional, como que te feliciten y promuevan en tu trabajo. Un vértigo, una extrema ansiedad, un arder las manos, un crepitar a nivel de diafragma. La excitante sensación del éxito. Hablamos de una pasión, de una emoción tan fuerte que es difícil de expresar. Alcanzar la gloria. ¿Qué siente una estrella cuando recibe la ovación del público además del máximo premio y el aplauso cerrado de la crítica? ¿Cuánto lo desborda internamente su sistema linfático, chorreando hormonas de placer, serotonina, dopamina y endorfina? ¿Cuánto crece, como un pezón eréctil o un clítoris, su ego? ¿Cómo se aplaca pasado el éxtasis? Enfrentan la tristeza de lo que llaman la pequeña muerte tras el climax del coito. La novia, la niña, la muerte, la loca, la madre, la casquivana. Todas comparecen en la pasarela de esa autoestima vacía y sobrevalorada, todas sufren el desgarro interno. La alfombra roja se va develando manchada de sangre. ¿Sólo allí se puede ser sexy? ¿Es la sensualidad patrimonio de esa tierra prometida? Entonces, como ya es habitual en las piezas de Larraín, se abren los portales, los umbrales, las ventanas. Se disloca todo, el público es conminado a acariciar los velos de esas musas desnudas. Entra desordenadamente la realidad. Y su vehículo es la palabra, siempre en la voz de Vicky: «no te puedo atender ahora, estoy en medio de una función». O bien, «oye apaga eso que me ensucias la música». O bien «oye, dale comida al perro o cierra esa puerta que está jodiendo mucho». Esas entradas disruptoras que logran finalmente el efecto de estar ante una fatamorgana, una ilusión óptica, un momento fantasmático. Porque construyen la idea de que anda alguien por ahí. Y la música de Disney y de Hollywood nos la invoca finalmente. ¿Es muy loco de pronto que al levantarse un vestido pensemos en Marilyn Monroe? El máximo ícomo y arquetipo, la síntesis prefecta de la belleza y la muerte en una sola mujer, carne para la picadora. Y vayan a mastubarse los machos alfa. Porque la belleza duele agarrada al vientre, a la cadera, al cuello. La belleza era otra cosa, solía ser otra cosa, evoca entonces con melancolía la niña. Era un prado florido por el que correr desnudas. Sí. Pero no. No es sólo eso. La belleza es un túnel, un espejo, un laberinto. El fantasma de las divas sacrificiales. El glamour de las vírgenes del Sol Inn Cabaret. El maquillaje corrido en bocas y ojos. La transpiración se siente hasta en la voz alzada, y los vestuarios caen, vacíos. No hay telón.

La noche que me gané el Óscar continúa el derrotero que Vicky Larraín ha trazado con sus piezas, aportando una mirada crítica a la realidad contemporánea desde el lenguaje de la danza teatro, con dosis interesantes de improvisación y performance, confeccionando cuadros que van del kitsch al expresionismo alemán, y un elenco siempre cambiante de intérpretes tan comprometidas con su trabajo que no se puede sino aplaudir hasta quedar como ellas, extasiadas, felices y con la lengua afuera.El Guillatún

Dirección: Vicky Larraín
Elenco: Francisca de Petris, Sebastián Muñoz, Daniela Cartagena,
Romina Rojas, Pola Pallets, Pelusa Trincado, Laura Clavijo
Producción Compañía Teatro del Cuerpo
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