El Guillatún

Democratizando la escena: Las voces en la creación

John Cage, Sandra Neels y Merce Cunningham. Ensayo de «Place», 1966
John Cage, Sandra Neels y Merce Cunningham. Ensayo de «Place», 1966. Foto: Hervé Gloaguen

Basta hacer una pausa intentando escuchar el silencio para darnos cuenta que tal evento pareciera no existir. Mito, anhelo o fantasía, el silencio parece ser sobre todo una representación, un fenómeno que nos creemos capaces de percibir y que teatralizamos en actos solemnes a modo de reconocimiento. Aun así, el silencio en su forma más simbólica, existe. Genera expectación, ansiedad, control, sorpresa, emociones, anhelos. Me convenzo de los beneficios de aplicarlo ya que está al límite entre la inmovilidad y la acción, por lo tanto es fugaz como la inspiración.

Me permitirán, estimados lectores y lectoras de El Guillatún, hacer un paréntesis antes de continuar con las aproximaciones al cuerpo y al espacio que inicié en mi artículo de abril. Le debo un minuto a otras cavilaciones y respecto al silencio, por más que lo intento, no consigo evocarlo de manera clara en mis recuerdos, solo aparece una y otra vez la inagotable fuente sonora de todo cuanto nos rodea, los sonidos de la vida.

Latidos, respiración, flujo; pasos, tráfico, bocinas; sin proponérnoslo somos auditores cotidianos de los sonidos del entorno y de lo interno, que día tras día acabamos conformando una pieza (sonora), nueva, única e irrepetible.

Me pregunto si no hay algo de esto que persigamos en las producciones artísticas, que debiera obligarnos a ser minuciosos y meticulosos en nuestras investigaciones para nuevas creaciones.

Recuerdo haber asistido hace años al espectáculo Sabores de Sara Baras, obra que recorre distintos palos del flamenco, permitiendo a cada intérprete ahondar en riesgos y virtuosismos según la pieza que se esté ejecutando. Me sorprendió de sobremanera la pulcritud de la obra, que según fui comprendiendo después, es un sello en esta artista quien se adjudica la autoría no solo del lenguaje coreográfico, sino también del vestuario, la iluminación y la escenografía. Nada es dejado al azar, todo combina en una propuesta evidente y lisible que permite un control absoluto de la puesta en escena y deja de paso un camino fácil para el público que solo debe disfrutar de los diálogos entre bailaores/as y músicos.

En esa época esto me resultó llamativo; la coherencia de la obra rayaba en la perfección y recuerdo que en un desliz de ironía, me permití bromear con la idea de que Sara Baras no había tocado la guitarra porque se encontraba bailando, de lo contrario también se habría hecho cargo de la interpretación musical.

No me malinterpreten, soy parte del público que disfruta enormemente del flamenco. Pero como en otros ámbitos de la danza y habiendo participado en una que otra creación, tuve la necesidad de preguntarme acerca de lo que espero en tanto público, sobre todo cuando contemplo algo que me apasiona.

Por lo tanto, reuniendo las experiencias de lo vivido, lo observado y lo leído, hoy me doy cuenta que tal vez a mis ojos, esa obra careciese de riesgo; del riesgo de permitir al público acercarse al abismo, al espacio donde nos dejamos guiar a ciegas para finalmente ser sorprendidos con el cuerpo inmóvil por temor a que el más mínimo gesto pueda trasgredir ese instante.

¿Sería posible leer ese momento suspendido como el del silencio, silencio interior que se va contagiando entre el público para acabar estallando en una emoción profunda que permanecerá en nuestra memoria cada vez que evoquemos la obra?

¿Y quién es responsable de llevar al público a ese estado? Podría parecer evidente que es quien concibe y dirige el trabajo. Pero si intentamos hacer un análisis más profundo, ese momentum es producto de distintos diálogos en la construcción de la obra, diálogos a cargo de todos quienes participan en su creación, partiendo por quien dirige, hasta quienes ejecutan, diseñan y componen. Incluso si varias de estas tareas son asumidas por una misma persona, en el resultado final quedará reflejado el efecto de una investigación previa con sus múltiples intercambios de opinión, experimentos y pruebas. Este es, creo, el escenario ideal para la creación; una manera más democrática y participativa de construir propuestas.

Ahora bien, la obra terminada no deja de ser algo vivo y mutable que se expone a ciertas variables, probablemente imperceptibles para el público pero determinantes para quienes protagonizan la obra. No se debe confundir esto con la improvisación, sino con algo más cercano a la respiración que es la cualidad inherente al ser vivo. El cuerpo —llámese cuerpo de baile, compañía o grupo— en la medida que respira y vive la obra, colabora con su crecimiento y madurez.

Llegado este punto, no puedo evitar buscar ejemplos de metodologías para la creación llevados a cabo por personalidades del mundo de la danza. Percibo que ha sido especialmente la relación con la música la que ha desencadenado colaboraciones magníficas donde ambos vocabularios se retroalimentan e inspiran mutuamente. Aunque es innegable que la mayoría de las veces vemos que uno queda supeditado al otro, hay sorpresas que hacen escuela.

Merce Cunningham y John Cage fueron un dúo revolucionario en ese contexto; no solo por producir trabajos en los que cada uno aportaba su propia construcción de lenguaje y la ponía al servicio de una propuesta en escena, sino por la manera en que Cunningham preparaba a sus bailarines, quienes más allá de la técnica debían asumir cierta responsabilidad a la hora de ejecutar movimientos aleatorios organizados al azar. Contrariamente a lo que se piensa, este procedimiento generaba un orden muy preciso.

Otro aspecto fundamental fue que la composición sonora electrónica de Cage jamás se vió sometida al dominio coreográfico, consiguiendo ambos lenguajes coexistir en el tiempo y el espacio simultáneamente. Como él mismo expresaría en un artículo para la revista Dance Observer, la composición música-danza es la necesaria colaboración de todos los elementos, por lo tanto la música sobrepasará el estatus de acompañante, para hacer cuerpo con la danza. Podemos añadir a este tándem la colaboración con artistas plásticos como Jasper Johns, Robert Rauschemberg y músicos como David Vaugham, David Tudor y Michael Bach, entre otros, que permitieron redondear las propuestas tanto a nivel estético como sonoro.

Carolyn Carlson y René Aubry, presentaron una metodología con estilos y lenguajes completamente diferentes al caso anterior, podría decirse que menos rupturistas. Las composiciones melódicas de Aubry, con fuerte acento en la guitarra y un sello muy definido y reconocible, forman parte de un vocabulario que va de la mano con las composiciones de Carlson. Tanto en los solos que ella interpretó como la mítica Blue Lady de 1983, como en trabajos posteriores junto a su compañía, la impronta melódica de Aubry juega y dialoga, acompaña y marca el relato corporal. Carolyn Carlson se sirve de una desarrollada técnica en danza clásica para improvisar, construir y actuar en escena. En sus creaciones se apoya también en la fotografía, en técnicas audiovisuales y, cómo no, la plástica que da origen a trabajos como Signes de 1997, fruto de su reencuentro con el pintor Olivier Debré.

Podría acudir a otros ejemplos en el extranjero, pero no puedo pasar la oportunidad de referirme a experiencias que han hecho escuela en nuestro país como el caso de Nelson Avilés y la Compañía La Vitrina quien junto a Daniela Marini y un conjunto de intérpretes y músicos dieron un vuelco a la forma de concebir una puesta en escena en Chile. En sus múltiples trabajos ha quedado patente que danza, texto, música y política tienen su propio medio discursivo de representación a través del cuerpo.

La colaboración con el músico José Miguel Candela, quien estuviera durante varios años a cargo de la composición sonora de las coreografías de Nelson Avilés, permitió a la compañía viajar por musicalidades que incluyeron los sonidos electroacústicos desde su primera colaboración en la obra Chacabuco de 1996, pasando por creaciones para banda rock en Carne de Cañón del año 2004.

Junto al compositor Francisco Campos, La Vitrina invierte recorridos integrando a los intérpretes a la ejecución instrumental, uniendo a músicos y bailarines en la banda «Los terroristas del ritmo», expresamente creada para la obra Festín el año 2010. Esto no es una práctica aislada, Nelson Avilés nos tiene acostumbrados a compartir escenario con músicos que pasan a ser intérpretes y con el público que deja de ser espectador. De manera sensible y directa a la vez, nos hace aparecer en escena y participar de un trabajo mancomunado.

Cada experiencia de construcción de obra en nuestro país, ha permitido que nuestro reducido mundo de la danza se haya ido perfeccionando y ampliando. Hoy en día es prácticamente inconcebible imaginar proyectar un trabajo exento de investigación y de intercambios con otras áreas artísticas. Si bien no hay fórmulas, podríamos decir que cada coreógrafo/a va construyendo un vocabulario propio y reconocible.

Lo interesante de esto es que al otro lado se abren puertas para que músicos, actores y artistas plásticos entre otros, busquen sus propios lenguajes y dispositivos con los cuales disponerse a colaborar con exponentes de la danza. Puede que allí, en primera instancia se instale el silencio ante lo desconocido y que tal vez un día se instale el silencio como obra. Aunque en ese punto John Cage nos tomó la delantera hace mucho tiempo.El Guillatún

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