El Guillatún

«Peligro de mí», los laberintos de las culpas

Peligro de mí

Edgardo Bruna y Cristián Carvajal en «Peligro de mí».

«Peligro de mí» es lo que el padre, un ex torturador, cree que se debería poner en la puerta de su celda. Es consciente de que es un peligro, incluso para su hijo, que lo visita diariamente, pero piensa que todo aquello por lo que lo culpan, lo hizo por la Patria. La obra se inscribe en la tendencia que en el último tiempo ha venido a replantear los efectos de la dictadura, ahora desde el punto de vista de los hijos de quienes participaron, y con acento en las consecuencias en el ser interior.

Esta puesta en escena se asienta principalmente en la plasticidad de los efectos escenográficos y en las actuaciones de Edgardo Bruna y Cristián Carvajal. Ellos matizan los complejos rasgos de sus personajes y mantienen la atención del público en un texto complejo, difícil de seguir por su lenguaje poético cargado de simbolismos y que fluctúa entre contrapuestos estados de amor y odio entre el padre y el hijo.

Al comienzo se acentúan las penumbras; en semioscuridad escuchamos el primer parlamento del hombre encarcelado, «¡Peligro! ¡Peligro de mí! Mi esposa está en la puerta queriendo hablar», luego sabremos que la esposa está muerta, y que estas palabras indican, que aunque en otros momentos niegue su culpa, es consciente del mal que ha producido, «nada sobrevive en mis manos». Por eso el clima es sombrío, y en la misma oscuridad se escucha la voz del hijo que llega a verlo.

En el hijo hay otra serie de culpas de un pasado que quiere reparar. Por afecto, por obediencia, él participó en las tareas de su padre, no en la misma medida y a veces sólo como observador, pero estuvo allí, calló y hoy eso está en su conciencia. Como reparación ha hecho un pacto, conversará con él para ir extrayendo detalles concretos de los crímenes en que participó, el informe que él elabora será la principal prueba de la culpabilidad del padre y significará su condena a muerte. Aunque la situación es explícita y el padre la conoce, el procedimiento es igualmente tortuoso.

Si bien sabemos que ese hombre está en una celda, el espacio es incierto, está lleno de columnas, como en un templo griego, pero más sugieren un laberinto dentro del cual estos dos seres se mueven. Hacia la mitad de la obra, las columnas se encienden, la luz tiene cambios de intensidad. Unas se encienden, otras se apagan, a veces adquieren tonalidades rojizas. Es un juego de plasticidad que parece tener independencia del diálogo. Es una instalación plástica y sonora en la que sucede este encuentro entre el padre y su hijo.

El diálogo tiene una tonalidad de dura poesía moderna; se eluden las expresiones directas y la violencia en que el hijo saca confesiones que llevarán a la muerte del padre, guía la elección de las palabras. Dan cuenta, además, de una relación en la que el padre sabe que no estuvo junto a su hijo cuando lo necesitó.

El choque de generaciones siempre ha existido pero adquiere aquí un carácter más dramático por el contexto en que se vivió. El hijo tiene en su conciencia el haber callado. Para el padre eran acciones patrióticas, para él no, pero calló y ahora quiere repararlo. Su castigo es escribir las atrocidades en que participó su padre, al que no odia, pero cuyos actos no puede aceptar. A su vez el padre, que tiene continuas expresiones de afecto hacia su hijo, no puede entender que haya hecho ese acuerdo con sus enemigos. El hijo lo visita porque quiere comprender, indaga en la maldad humana, a través de la de su padre.

Es otra forma de mirar el tiempo de la dictadura y los bandos que se enfrentaron. Padre e hijo están en posiciones opuestas. Los hechos generales están claros; falta ahora comprender cómo se pudo llegar a cometerlos, y tener una mente clara en la interpretación. Es una tarea que recién comienza.

La dirección de David Hernández afronta un texto de extraña poesía con imágenes polivalentes; sitúa la obra en un laberinto de columnas que sugieren encierro pero que adquieren diferentes grados de luminosidad y llegan a ser una instalación plástica válida en sí misma. Es parte del lenguaje escénico del director. El texto de Flavia Radrigán propone diferentes planos, unos de realidad, otros simbólicos y poéticos; unos apuntan a un recurrente tema político y social, otros se adentran en una situación más íntima de la relación entre padres e hijos. Su lenguaje, para moverse en esas aguas procelosas, se hace poético y elusivo. Lo teatral se asienta en la plasticidad y en las matizadas actuaciones de Edgardo Bruna y Cristián Carvajal.El Guillatún

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