El Guillatún

Violeta Parra

Violeta Parra

Violeta Parra - Teatro Plaisance, París, 1963.

Nicanor Parra es, junto a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, sin duda uno de los poetas más importantes de nuestras letras. Con todo riesgo, entonces, voy a atreverme a decir (y es posible que él coincida conmigo) que su obra más universal y trascendente es su hermana Violeta Parra.

Esta afirmación es injusta con ambos; pero, al mismo tiempo, es generosa.

Es injusta con Nicanor pues pretende que lo más importante hecho por el escritor no es su creación literaria, sino su influencia para encaminar a su hermana por la senda que tomó; y es injusta con Violeta pues insinúa que su creación (y en definitiva su vida) es consecuencia de las opiniones y consejos de su hermano, y no de sí misma.

Sin embargo también es generosa: con Violeta porque la sitúa por sobre la espléndida obra del gran Nicanor Parra; y con Nicanor, porque le asigna una importancia decisiva en la formación de una de las artistas más grandes que ha dado nuestra tierra: Violeta Parra.

Dos consejos del poeta a su hermana consignan las biografías: el primero, que estudiara el folclor de su tierra, que viajara y lo recopilara; el segundo, que escribiera su vida en décimas. Ambos los cumplió, y constituyeron el alimento principal de su obra.

Un tercer consejo, desgraciadamente, no fue escuchado: que escribiera una novela. Violeta había intentado suicidarse, Nicanor pensó que esa empresa le inyectaría vida. Pero la suerte ya estaba echada: el 5 de febrero de 1967, a sus 49 años, Violeta Parra nos privó de quién sabe qué maravillosas creaciones, pero se liberó también de quién sabe qué insoportables dolores. Poco probable es llegar a conocer la carta que le dejó a su hermano mayor, tomando en cuenta las celosas redes que teje la familia en cuanto a la administración de todo lo referente a la artista.

Es fácil decirlo, es verdad; las razones —las terribles razones— que puede tener una madre y una hermana para quitarse la vida pertenecen a la intimidad de los más cercanos. Pero es que Violeta no es sólo de los Parra; su obra es tan fundamental, que pertenece a todos los chilenos y a toda la humanidad. Su obra y su vida… y también su muerte.

Violeta debiera ser objeto de estudio en todos los colegios de Chile, y ciertamente en todas las escuelas de música; y debieran estudiarla los poetas y los escritores, y sin excepción los cantores y cantautores. Al menos en cuanto a la difusión de las partituras de su música, la Fundación Víctor Jara ha sido más generosa: la publicación de las Obras Completas del cantor, con todos los instrumentos y los arreglos precisos está a disposición de todos los músicos, investigadores y estudiantes; de las canciones de Violeta Parra sólo se ha publicado (en el libro Virtud de los Elementos) la línea melódica con los acordes, y con varios errores y falta de rigor.

La escritura y publicación de la obra musical completa de Violeta Parra sin duda se llevará a cabo, ojalá más temprano que tarde; por lo pronto debemos contentarnos con sus registros en discos y su creación plástica (cuadros y arpilleras) en libros y exposiciones.

Violeta Parra fue investigadora, recopiladora y sobre todo difusora del folclor chileno, a través del registro —hecho por ella en discos— de canciones escuchadas directamente a los cultores populares; a través de la publicación del resultado de sus investigaciones en revistas universitarias; a través de programas radiales; a través de la enseñanza de músicas y danzas, y de la formación y apoyo a conjuntos folclóricos; y a través de la creación de la «Carpa de La Reina», un espacio para la comunicación directa con el público. Y fue, por supuesto, creadora de canciones y piezas instrumentales, y de cuadros y arpilleras.

A cada una de estas actividades se entregó en cuerpo y alma, e incluso muchos proyectos quedaron truncados, como la creación de una universidad del folclor.

Es difícil —e injusto— decir si para ella hubo alguna de estas cosas que fuera más importante que otra (en relación a su labor como artista plástica, por ejemplo, no es menor el hecho de que ella haya sido la primera artista latinoamericana en exponer en el museo del Louvre, en París).

Sin embargo creo que hay consenso en considerar que sus canciones son lo más representativo y acaso lo más trascendente de su obra. Sobre este aspecto de Violeta Parra, entonces (ella como compositora y cantante), quiero compartir algunas reflexiones.

En primer lugar, es esencial el hecho de que, con excepción de dos canciones hechas en sus inicios musicales, en la época del dúo junto a su hermana Hilda —un bolero y un corrido—, toda su obra musical corresponde a ritmos y danzas de Chile: cuecas, tonadas y valses, por supuesto; pero también Rin, Parabién, Sirilla, Refalosa, Pericona, Chapecao, Polka, Mazurka, Canción golpeadita, Canción chicoteada, Aire nortino, Aire Mapuche, Cachimbo, Aire Pascuense, Cueca recortada…

Este hecho —la exclusiva utilización de géneros del folclor chileno y la gran variedad de ritmos elegidos— es único entre los creadores de raíz folclórica en Chile. Ya lo he mencionado varias veces en esta columna: los creadores de toda Latinoamérica se basan en la música folclórica de sus respectivos países, y así la preservan y desarrollan; es sólo en Chile donde los creadores vinculados al folclor hacen «música Latinoamericana», y sobre todo a partir de la Nueva Canción Chilena.

Acá abro un paréntesis.

En entrevista con Cristian Warken hace un par de años, Ángel Parra contó que Violeta quería que él también hiciera música chilena, que se inspirara en ritmos de acá; él, en tanto, quería escapar del campo de acción y control de su madre. Atahualpa Yupanqui, de Argentina, y Daniel Viglietti, de Uruguay, parecieron modelos más interesantes a seguir.

Una vez muerta Violeta, Isabel Parra se lanzó a crear: letras de su madre y música de ella, basada en… joropos venezolanos.

Víctor Jara, Patricio Manns, Inti Illimani, Quilapayún, Ortiga, Napalé, Eli Morris, Francesca Ancarola, Antonio Restucci, Javier Contreras, Simón González, Merkén, Cántaro, Emilia Díaz, Ismael Oddó, por ejemplo, son creadores de diferentes épocas y generaciones que se inspiran en ritmos de México, Cuba, Venezuela, Colombia, Ecuador, Brasil, Perú, Bolivia, Uruguay, Paraguay y Argentina; incluso a veces también en ritmos de Chile… yo mismo no soy la excepción.

Un programa de una radio universitaria se dedica al tango, y hay varias tanguerías en Santiago. En el sur de Chile hay grupos que se dedican a las rancheras mexicanas. Muchos músicos se especializan en ritmos peruanos, brasileños, uruguayos. En las pocas escuelas de música popular que hay en nuestro país, el espacio que tienen destinado al folclor es para enseñar ritmos y géneros del continente.

Es un fenómeno curioso, al que se han intentado dar diferentes explicaciones: interés por la presencia africana que habría faltado en nuestro país; la necesidad de identificarse con las manifestaciones artísticas de los vecinos y así acercarse a ellos, hasta casi «ser» ellos (y que no quepan dudas de que «verán cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero»); falta de identidad; la necesidad de cumplir el mandato de ser «la copia feliz del edén»; asumir como propia la llamada a constituir la «Patria Grande», lo que se vive con intensidad en los años 60 y durante la Unidad Popular…

Es, en todo caso, un fenómeno que se mira con desconcierto en los países vecinos. ¿Por qué en Chile no cultivan su propia música? ¿Cómo será la música chilena? ¿Es sólo la cueca?…

Cierro el paréntesis.

En vida de Violeta Parra se editaron, entre 1949 y 1966, 11 discos larga duración (con un total de 169 canciones, 73 de las cuales son de su autoría) y como singles se grabaron 17 canciones, 13 compuestas por ella. De las 86 creaciones suyas incluidas en discos editados muchas se repiten, como nuevas versiones o versiones en vivo; en definitiva son 70 las canciones originales.

El primer larga duración que contiene sólo creaciones de Violeta es Toda Violeta Parra, el folclor de Chile vol. V, del año 1960. Es su sexto disco, y el primero que se basa mayoritariamente en danzas que no son cueca o tonada; es también el primero en donde ella incluye una canción cuya letra es un manifiesto de su visión crítica: Yo canto la diferencia.

El siguiente, del año 1962 (editado en Berlín, RDA), es implacable: incluye canciones como Según el favor del viento, Arauco tiene una pena, La carta, Arriba quemando el sol y Qué dirá el Santo Padre. Ella asume que es una voz que denuncia las injusticias. Luego viene un registro en vivo —el único editado como disco—, de 1964, en Ginebra; un par de singles, con cuecas y con piezas instrumentales junto a Gilbert Favre, y un disco con diferentes artistas, La carpa de La Reina, de 1966. Y a fines de ese mismo año sale su último disco, a mi parecer su obra cumbre: Las últimas composiciones.

La denuncia da paso a la expresión de sus sentimientos y vivencias más personales y profundas: Volver a los 17, Run run se fue pa’l norte, Maldigo del alto cielo; a reflexiones e ideas sobre la vida: Cantores que reflexionan, El Albertío, De cuerpo entero; a imágenes de ceremonias populares: Rin del angelito, El guillatún; y a una canción que es su testamento: Gracias a la vida. Este himno a la vida y al agradecimiento por vivirla, es, paradójicamente, su despedida; por eso un aire de nostalgia la impregna de comienzo a fin. Ella sabe que serán sus últimas composiciones, y es entonces en este disco en donde resume lo que quiere decir.

Quitarse la vida es un acto voluntario, el último, con el que ella dice algo de una forma terrible. ¿Es un acto cobarde? ¿Es un acto valiente? ¿Es una recriminación? ¿Es una denuncia? Nos deja llenos de dudas y de culpa: ¿Qué hicimos mal? ¿Cuán mal la tratamos? ¿Cuánto apoyo le negamos? El dolor de sus cercanos no tiene comparación, pero ella es nuestra artista, nos retrata, nos interpreta, nos representa; es nuestra. Ese último acto la graba a fuego en nuestra memoria, como las muertes trágicas: Víctor Jara, John Lennon.

Para mí Violeta Parra es una artista maravillosa.

Hay quienes dicen que desvirtúa el folclor cuando lo interpreta con instrumentos que no son de origen chileno, como el cuatro o el charango; hay quienes dicen que su música es pobre, o que no era una gran instrumentista, o que no tenía buena voz; pero que lo extraordinario de ella son sus letras.

En relación a sus letras no hay duda: tienen una belleza, una profundidad y una sensibilidad sublimes. ¿Cómo llega una artista popular, sin estudios, a escribir así? Los suyos son un espíritu y una inteligencia fuera de lo común. El análisis de sus textos evidentemente se escapa de este artículo, pero me atrevo a situarlos en lo más alto de las letras hispanoamericanas.

Respecto de las otras cosas, discrepo absolutamente. Creer que una música, por ser folclórica, debe tocarse con determinados instrumentos, es condenarla a un museo, a la momificación. Lo importante es qué estoy diciendo, no con qué lo estoy diciendo. El cuatro no es sólo para tocar música venezolana, el charango no es sólo para tocar música andina; ¿quebranto alguna magia al sacar al trompe del ritual Mapuche, al sacar al guitarrón del canto a lo poeta? ¿la guitarra eléctrica es sólo para el rock, el jazz? Hay folcloristas puristas que no aceptan estas mezclas, e instancias de difusión del folclor (como algunos festivales) que directamente las rechazan. Pienso que ambos (folcloristas y festivales) constituyen un freno al desarrollo de la música y la creatividad.

La pobreza de su música: ¿es pobre Arriba quemando el sol, porque usa un solo acorde, y una melodía construida sólo con las notas de ese acorde? ¿puede haber algo más parecido a la crudeza de un desierto? Pienso que allí hay una decisión —o una intuición— extraordinaria. En esa música está el implacable sol del norte de Chile, y también el inevitable destino de los mineros. ¿Es pobre La carta porque usa sólo dos acordes? Esa economía permite que la denuncia se realce; además la modalidad en que está esa canción y el ritmo que usa le otorga una carga dramática precisa. Su música está siempre al servicio de lo que está diciendo; nada en Violeta Parra es superficial.

Y ese es también el caso de ella en cuanto instrumentista. Cuando toca charango, por ejemplo, no es para interpretar ritmos del altiplano en versiones llenas de dificultad y virtuosismo, sino para enriquecer el timbre del acompañamiento de lo que está diciendo. Y aun siendo el suyo un «instrumentismo» al servicio de la letra, es necesario hacer justicia en este punto: toca extraordinariamente bien la guitarra con que se acompaña (ver el artículo Guitarra Chilena, 2da parte).

Por otra parte aquí se abre un debate que necesita otro espacio: ¿qué es la pobreza o riqueza en una música o en cualquier disciplina artística? ¿son atributos objetivos, que pueden analizarse separados de un contexto? En mi opinión es imposible, e intentarlo es un error.

Respecto de la voz, debo ser más radical: es cierto que hay cantores cuyas canciones han trascendido fronteras y épocas y que no tienen una gran voz, como Chabuca Granda, Silvio Rodríguez, Chico Buarque o Bob Dylan, por ejemplo (no así Pablo Milanés o Milton Nascimento, voces privilegiadas); pero no es ese, en absoluto, el caso de Violeta Parra. Pienso que ella es una intérprete genial, fuera de lo común; y creo que pocos lo han visto así. La periodista Raquel Correa, en un artículo escrito al día siguiente de la muerte de Violeta, la llena de sinceros elogios, «a pesar de que no tenía una buena voz, como su comadre Margot Loyola» (la cita no es exacta, pero es la idea). La voz de Margot es limpia, cristalina, cuidada, trabajada; la de Violeta es ruda, cruda, y descarnadamente natural. Decir que no tiene buena voz es tan equivocado como decir que Paco de Lucía o Yamandú Costa no tienen buen sonido; no ha lugar: no se puede juzgar su sonido con el criterio de la guitarra clásica. Margot Loyola es cantante–intérprete; Violeta es creadora.

Pero aquí vuelvo a la carga: es, además, una intérprete extraordinaria. Además de una afinación perfecta, posee una versatilidad e histrionismo poco comunes. Puede pasar de la ternura y dulzura de Volver a los 17, Gracias a la vida o Ausencia, a la euforia casi gritona de El Albertío; de la rabia triste en Arauco tiene una pena, La carta y Arriba quemando el sol, al lamento de Santiago penando estás y Verso por despedida a Gabriela Mistral; de la alegría desbordante en El día de tu cumpleaños, a la nostalgia de Paloma ausente; de la calma reflexiva en Cantores que reflexionan, al humor irónico de Mazúrkica modérnica; puede cantar con llanto como al final de Run run se fue pa’l norte o en una de las estrofas de Hace falta un guerrillero; puede «ser» mapuche en El guillatún, pascuense en Paimití, o incluso francesa en Una chilena en París.

Ya. Hasta acá llegan estas reflexiones desordenadas y apasionadas.

Conocer la obra completa de Violeta Parra es un deber que tenemos todos los creadores chilenos.

Conocer su vida, es un deber de todos.

Gracias a la vida, que nos ha dado tanto; nos dio a Violeta, a Violeta Parra.El Guillatún

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