El Guillatún

El oso bi polar

… ¿Y si me fuera hoy, y lo supiera?

¿Qué me gustaría decir?

Fui músico, me dediqué a la música, creí que la música era necesaria, fundamental. Sentí que mi música era mi manera de amar a la humanidad (… aunque parte de la humanidad insistiera en hacer esfuerzos por no ser digna de ser amada). Me pareció que los músicos hacían algo hermoso, y la música instrumental era el fruto más abstracto de una civilización en vías de extinción.

Así como de vez en cuando encontramos vestigios de civilizaciones desaparecidas, asimismo desaparecerá la nuestra, y rastros serán tal vez encontrados, en un eterno retorno de humanidades sucesivas… ¿O no será eterno? ¿Y el sol crecerá hasta comerse finalmente a sus planetas hijos? ¿O tal vez incluso en ese caso habremos alcanzado a encontrar un nuevo planeta hogar alrededor de un nuevo sol calor, y portaremos en nuestras semillas la memoria colectiva de nuestros rituales, celebraciones, reflexiones, pensamientos y sentimientos? (¿O habremos, física cuántica mediante o/y desarrollo espiritual mediante, alcanzado dimensiones y universos paralelos?).

Sea como fuere las evidencias indican que tarde o temprano nuestra civilización desaparecerá bajo cataclismos naturales o artificiales (meteoritos inesquivables, aires y aguas envenenadas), y luego el inconmensurable tiempo desteñirá los colores y pulverizará las mega estructuras arquitectónicas.

¿Y la música, qué habrá sido de la música? ¿Seguirá sonando en el éter? Somos menos que minúsculos microbios al lado de las montañas que cambian sus relieves, mientras las olas siguen bañando infinitamente las playas del pasado y del futuro.

La humanidad se reprodujo, habiendo controlado los virus y bacterias. Aprendió la agricultura. Se estableció en enormes asentamientos. Éramos agresivos y queríamos lo que tenían otros. La guerra hizo que desarrolláramos la ciencia, la tecnología; y la paz hizo que surgiera el ocio: la filosofía, la religión, el arte, la música.

Nos hemos especializado a niveles extremos: a duras penas podríamos sobrevivir sin un encendedor. Inútil en mil cosas prácticas, mi vida ha sido la música. Me despierto y me acuesto pensando en música: en un gran porcentaje en cómo sobrevivir con mi música: mis clases, tocatas acompañando a otros músicos, vender mis discos o libros, escribir estos artículos, producir mis conciertos, arreglar o componer encargos de otros músicos o para programas de TV, películas, etc; y en un pequeño porcentaje en mis proyectos más personales y profundos, como por ejemplo componer lo que realmente quiero.

Muchas veces dudo: ¿Y si todo lo que hago es una ilusión de la vanidad? ¿Si no es realmente «importante»? ¿Si sucumbieron a la ilusión de esta vanidad todos los músicos, Bach, Mozart, Ravel, Violeta Parra, John Lennon, Piazzolla, Paco de Lucía?

Es saludable dudar, pero prefiero entregarme al posible error, y trabajar, trabajar, trabajar. Decido creer en esto.

Todos mis trabajos como músico —componer, arreglar, tocar, enseñar, escribir libros didácticos o artículos de opinión, producir mis conciertos, editar mis discos y publicar mis libros y promocionarlos y venderlos— son en realidad el fruto de mi apasionada patudez: no he estudiado composición, ni pedagogía, ni musicología, ni gestión cultural, ni tampoco completé mis estudios de guitarra, y menos de flauta.

He insistido en algo en lo que creo, algo que me ha alimentado el alma, y lo he inventado sobre la marcha.

No recomiendo este camino, en todo caso. He echado de menos el rigor de los estudios formales. Sería menos desordenado, menos disperso, sin duda tendría herramientas de análisis y orquestación que he necesitado. Sin embargo yo mismo soy la prueba de que se puede, de que las universidades y los diplomas no son la única vía que garantiza el conocimiento, el trabajo, el éxito (aunque así lo establezca la presión social, sobre todo en Chile).

Yo iba a estudiar composición en la Universidad de Chile, porque allí enseñaba Cirilo Vila. Dos razones —una circunstancial y terrible, la otra personal— me desviaron de ese destino. La primera: la súbita muerte de mi madre. Todo quedó patas arriba, todo debió reacomodarse. Recién había terminado una licenciatura en música («para qué estamos con cosas, si la licenciatura la abrimos para que entrara más billete», Juan Amenábar le comentó una vez a Juan Lehmann), carrera que en realidad no era más que un comienzo (tampoco menos), y comencé a trabajar. La segunda: no creí en ese sistema, en esos programas, en esos profesores (tampoco tenía la certeza de poder estudiar con el maestro Vila). Me pasó un poco como al del cuento:

—Doctor, sufro de complejo de superioridad
—No se preocupe, yo lo voy a ayudar
—Usted?? A mí?? Por favor no me haga reír.

No les creí, o tal vez no quise creerles; pero su música tampoco ayudaba mucho. ¿Cómo creerles a quienes hacen una música tan fea? ¿O por qué hay que cambiar los criterios y cánones estéticos? Ni siquiera les di la oportunidad de explicarlo; simplemente seguí mi camino.

Además un flaco favor le hace el sistema de enseñanza tradicional, normal, al proceso de aprender. Así como los principales causantes del escepticismo político son los partidos políticos, y del escepticismo religioso (del ateísmo) son las religiones (y la principal causa del divorcio es el matrimonio —el chiste es de Groucho Marx), asimismo los directos responsables del desinterés en estudiar son los colegios y las universidades.

¿Cómo podemos seguir creyendo que estar sentados durante 20 años en recintos cerrados memorizando datos es normal y está bien? ¿No es acaso evidente que lo que se garantiza no es el conocimiento, sino el control? El control de la energía desbordante de la juventud, y la seguridad de que el sistema seguirá alimentándose de esa energía.

Descreo de estos sistemas de enseñanza; no se educa para la libertad, para el despertar de la conciencia. Desconfío cuando se habla de «educación de calidad». Imagino que se pretende mejorar la entrega de datos, y garantizar que se amplíe la capacidad de memorizar. No se habla del egoísmo, del individualismo, del consumismo, no se habla de cambiar un sistema injusto, de cuidar la tierra, del miedo a la muerte y del miedo en general.

Me fui en volón.

La cosa es que no seguí estudiando. Me emparejé (varias veces), tuve hijos, y la necesidad me hizo desarrollar mi música, adquirir las herramientas (inventarlas, muchas veces) para rebuscármela con esto que me brota de lo más profundo. Mis hijos fueron el motor para insistir kamikazemente en lo mío.

Y aquí estoy, con el pretexto de decir lo que pienso suponiendo que hoy me voy.

¿Quién soy, qué soy?

Desde que recuerdo se debatió en mi interior una dicotomía, una contradicción esencial; por un lado un optimismo filosófico: estamos vivos, cada instante es una oportunidad para aprender, nos rodea el milagro, cómo no estar agradecidos; por otro, una desconfianza esencial en la humanidad: todo apunta a que nos auto destruiremos (en eso estamos hace tiempo, física, psíquica y espiritualmente).

Acompaña este artículo una canción que refleja esta dualidad: El oso bi polar. (Es un chiste, pero no por ello menos auto biográfico).

Agrego también otra música, que aunque instrumental, dice mucho por lo que he querido significar con ella. Se trata de una versión de la Canción Nacional.

Tenemos que decir lo que pensamos y sentimos, para no seguir enfermándonos; acá voy.

No creo en las fronteras, no creo en las guerras, no creo en los ejércitos, no creo en los patriotismos que tienen más de obsesión fanática y enfermiza por la camiseta del club de fútbol que de amor por una tierra y su gente. A parte de lo simpático del mito urbano de que la bandera chilena ganó el primer lugar en un concurso internacional y la canción nacional salió segunda —después de La Marsellesa—, no puedo sentirme identificado con una marcha militar cuya letra pretende que somos mejores que otros; llegado el caso de tener que elegir una canción que nos represente, prefiero Gracias a la vida o Todos juntos.

Sin embargo, la Canción Nacional es la canción nacional. No puede discutirse. ¿Cómo hago para sentirla mía? ¿Para traerla a mis afectos, a mis ideas, a mis sueños? ¿A mi patria? Así nacieron dos cosas: primero un arreglo musical, una rearmonización y un nuevo ropaje rítmico que la alejara de la marcha militar. Me encontré entonces con que la Canción Nacional es hermosa; y la sorpresa ha sido que el arreglo ha llegado directamente al corazón de quien la escucha. De otro modo no se explica que ésta sea la versión que se oye en las cadenas nacionales.

Y segundo: una dedicatoria.

Esta versión de la Canción Nacional está dedicada a todos los chilenos y chilenas víctimas de abusos e injusticias a manos del propio Estado de Chile. Esto incluye, por supuesto, a los asesinados, torturados, desaparecidos y exiliados (de cualquier época); pero también a los endeudados para pagar la educación, la salud, la vivienda y las cuentas básicas que están a nombre de las compañías multinacionales que saquean nuestro país con consentimiento e impunidad del Estado Chileno, y por lo tanto a los que estamos esclavizados trabajando para un sistema que se alimenta de nuestra energía.

Para todos nosotros, esta versión de la Canción Nacional.

Para terminar, una aclaración: hoy no me voy, mañana tampoco.El Guillatún

Exit mobile version