El Guillatún

Brasil

Yamandú Costa - Pelotas Jazz Festival 2013

Yamandú Costa - Pelotas Jazz Festival 2013, Rio Grande do Sul. Foto: Felipe Campal

Tres músicos brasileños me han marcado de manera muy significativa: Chico Buarque, Egberto Gismonti y Yamandú Costa, y a ellos me quiero referir de forma especial en este artículo.

Los clásicos bossas novas (de Tom Jobim y otros) habían aparecido ya a mis 12 años en la peña «Cuicacalli» de Guadalajara, como Garota de Ipanema, O pato y Aguas de março. Otros títulos constituyeron, más adelante, parte del repertorio que montamos con algunos de los grupos mencionados en el 3er artículo («Cebiche mixto»): a comienzos y mediados de los 90 con Francesca Ancarola tocamos Chega de saudade y Desafinado, y con Luchita Vivanco y el cuarteto Andén incluimos Insensatez y Corcovado. Pero, a pesar de su belleza, esa música no llegó tan hondo como las canciones de Chico Buarque.

El amor por la música de Chico Buarque lo heredé de mi padre. El contexto, sin duda, era político, y tenía que ver con las letras, que lo vinculaban al movimiento de la canción con contenido, comprometida; pero el vuelo, la inteligencia y la ternura de su poesía lo sacaban del crudo y aburrido panfleto. Y también la alegría: a pesar de que «la alegría no es sólo brasileña», como diría Charly García, es bien diferente cantarle al dictador correspondiente «a pesar de você, amanhá ha de ser outro dia» bailando llenos de esperanza, que la gravedad de ponchos negros denunciando las injusticias y atrocidades.

El «enemigo», por otro lado, no era sólo la dictadura de turno, ni el imperialismo de una de las potencias imperialistas del momento, sino otro más profundo y cercano, aunque menos evidente: la propia naturaleza del ser humano, mezquina, egoísta, llena de miedos. Construçao y Cotidiano hablan de una sociedad autómata, deshumanizada, pero desde un lugar real, personal, como algo que nos ocurre a cada uno. En O meu gurí del disco Almanaque, una madre en una favela, llena de ternura e ingenuidad, le canta a su hijo que siempre le trae regalos: un reloj, un neumático, una grabadora, y reza porque llegue luego pues «esa onda de asaltos es un horror». Sus retratos están llenos de humor, cariño e ironía. «Ay esta tierra aún va a cumplir su ideal: todavía se convertirá en un imperio colonial», canta en Fado tropical.

Que el principal interés por las canciones de Chico Buarque sean sus letras (a lo cual contribuyó mi conocimiento del portugués por haber vivido en Mozambique) es, sin embargo —y paradójicamente—, una excepción en mi historia musical. Me explico: por alguna razón —cuya explicación científica desconozco— mi oído siempre se ha concentrado en lo instrumental: la melodía, la armonía, y no escucho las letras. Un ejemplo: aprendí las canciones de Silvio Rodríguez en mi adolescencia, pero muchísimos años después vine recién a enterarme qué era lo que decían. Es así como siempre he estado más receptivo a la música instrumental, y a lo que ésta dice, sin necesidad de palabras. Y la música en las canciones de Chico Buarque —sus melodías, armonías y ritmos— me cautivó desde un comienzo. Sin ese atractivo, ese imán, esa mágica belleza, difícilmente me resulta interesante una canción.

Mi propia historia musical —vinculada a la raíz popular y folclórica latinoamericana—, sin embargo, está ligada a las canciones: boleros, valses peruanos, tangos, nueva trova, nueva canción chilena, canto nuevo, etc., y al acompañamiento de estos géneros con mi guitarra. Pero el trabajo creativo que comencé a desarrollar desde niño fue, precisamente, en ese terreno: en el acompañamiento. Mi «guitarrismo» se forja allí.

La música clásica y el jazz son probablemente los principales géneros instrumentales. Hay canto, sin duda: la ópera, los coros, el canto lírico, los cantantes de jazz, pero la gran mayoría de la producción musical en ambos casos es instrumental. En el flamenco el cante es fundamental, pero el desarrollo instrumental —sobre todo a partir de Paco de Lucía— es riquísimo. En la música latinoamericana (relacionada con la música popular y folclórica) hay también una evolución muy importante de la música instrumental. Algunos pocos ejemplos notables: el Ensamble Gurrufío, de Venezuela; Piazzolla y Juan Falú, en Argentina; el grupo Entrama y Antonio Restucci, en Chile; y en Brasil, Hermeto Pascoal y Egberto Gismonti.

Conocí la música de Gismonti primero a través de Ángel Parra hijo (Ángel Cereceda Orrego, en realidad), con quien éramos compañeros de curso en el colegio. Él tenía un dúo con el guitarrista Rodrigo Alvarado, y los recuerdo en su casa (en Arturo Claro) alucinando con el disco Dança das Cabeças de Gismonti junto al percusionista Naná Vasconcellos. Sin embargo recién vine a comprender, gozar y emocionarme hasta las lágrimas con la música de este maravilloso compositor, cuando Hernán Muñoz, el «Mañaña» (extraordinario violinista chileno) me regaló el disco Dança dos Escravos. Y la admiración creció cuando mi amiga pianista y compositora Catalina Claro me prestó el disco Infância: Gismonti en piano y guitarra, Zeca Assumpçâo en contrabajo, Jacques Morelembaum en cello y Nando Carneiro en guitarra y teclados. Recomiendo altamente escuchar este disco hermoso. Si tuviera que elegir música para acompañarme en mi último viaje a las estrellas, Infância ya tiene un lugar asegurado.

La música de Gismonti tiene tiempo, aire, espacio. No está limitada por el formato de los 2 a 3 minutos que impuso la radio (la sintonía, el «rating», la plata) en la historia de la música popular. Sus melodías vuelan, viajan, duran todo lo que tienen que durar. Sus ritmos, la mayoría inspirados en el folclor brasileño profundo, amazónico pero también mezclado con África y Europa, son vertiginosos, hipnóticos, chamánicos. Es, en mi opinión, uno de los compositores más inspirados actualmente vivos. Recomiendo escuchar sus temas 7 anéis, Lôro, Fado e memoria.

Vi por primera vez a Gismonti con su trio en 1996, en el «Festival Sulamericano de Nativismo». A pesar de que yo ya venía tocando desde niño en escenarios, eso fue como un bautismo: «esto es lo que yo quiero hacer en la vida». No era el hecho de tocar, sino de hacer y mostrar la propia música. Un detalle que no olvido: el festival tenía lugar en una sala parecida al Teatro Oriente, de Santiago, un poco más grande tal vez. El volumen con que se amplificaba a todos los artistas era, como es habitual desde hace ya muchos años y en todo el mundo, innecesariamente alto. Pareciera que es más importante aturdir que escuchar. Cuando empezó Gismonti con su trio (piano, contrabajo y guitarra), el volumen era tan bajo —casi acústico— que pasaron algunos minutos antes de que el público dejara de hablar y se diera cuenta que ya había empezado. Al rato, se distinguían perfectamente todos los matices. Fue una lección de música pero también de respeto por nuestros oídos.

Años más tarde tuve la suerte de tomar con él un curso de composición para guitarra en el «Festival de Guitarra de Córdoba» (España), en 2005 y 2006. A pesar de lo breve —3 días cada vez—, pude compartir con bastante intensidad, pues éramos pocos alumnos. Allí nos contó que, al igual que Piazzolla, estudió composición con la compositora francesa Nadia Boulanger, y que en un momento determinado de la formación ella le dijo —así como al músico argentino— que lo que tenía que hacer era volver a su tierra, a sus raíces, y conocer, aprender y estudiar la música de su lugar. Sabio consejo, que nos lleva a Bártok, a Violeta Parra.

Volveré en siguientes artículos sobre aquella experiencia. Sigo en la música de Brasil, me devuelvo en el tiempo. Intruseando en una disquería en Santiago, en los años 90, encontré el disco Workshop in Rio, compilado de diversos músicos brasileños. 3 temas se destacaban del resto, en las manos del maravilloso guitarrista Raphael Rabello; en especial Lamentos do môrro, de Garoto. Zeca Barreto, buen músico y amigo brasileño radicado en Chile, me contó de este virtuoso intérprete de la guitarra de 7 cuerdas, de un disco grabado junto a Paco de Lucía, y de su trágico final: después de un concierto tomó un taxi, el taxista estaba loco y se tiró por un barranco, Rabello quedó gravemente herido y le hicieron transfusión de sangre, y la sangre estaba infestada con sida. Se deprimió (se hizo adicto al alcohol y las drogas, leemos en la casi farandulera Wikipedia) y murió algunos años después. Tenía 33 años. La historia puede no ser exactamente así, pero así la recuerdo; y de algún modo contribuye a la formación de una leyenda, como ha sucedido con otros músicos muertos trágicamente: Carlos Gardel, John Lennon, Víctor Jara, etc.

A través de Raphael Rabello conocí la guitarra de 7 cuerdas, su presencia en el universo de los chôros, y eso me preparó, de algún modo, para uno de los encuentros que más me han impactado: Yamandú Costa.

Yamandú tenía 21 años cuando vino a la segunda versión del festival «Entrecuerdas», el 2001. Alberto Cumplido me había advertido: «no te lo puedes perder, es impresionante». La primera presentación fue un domingo al mediodía en la Plaza de Armas de Santiago. Llegué un poco sobre la hora, y mientras me dirigía a mi asiento Yamandú comenzó a tocar. Me detuve y no pude seguir caminando: lo que estaba escuchando me paralizó. Era como asistir a una fuerza de la naturaleza, un volcán, un maremoto. No era sólo el más virtuoso músico que había visto en mi vida (más que Paco de Lucía, Jonh McLaughin o Al Dimeola, que habían venido algunos años atrás), sino de una madurez musical extraordinaria. Podía tocar lento, y era bellísimo. Imaginé que lo que sentía al verlo, debe haber sido similar a lo que sintieron quienes escucharon a Mozart en persona. Y además, era música nuestra, latinoamericana!!

Qué maravilla, Yamandú!! Me considero un privilegiado de conocerlo, de haber compartido conciertos y guitarreadas inolvidables, y algunas borracheras también legendarias. A penas bajó del escenario comenzamos a intercambiar experiencias, recuerdos, conocidos: que Luis Salinas, que Juanjo Domínguez, que Raphael Rabello, que Juan Falú. O sea, hablamos de la familia. Y los días que estuvo en ese primer viaje compartimos lo más posible; fuimos sus anfitriones junto al Jorge «Chico» Bravo, otro grande de la guitarra mundial, guitarrista flamenco, chileno, de lujo.

A Yamandú lo he visto muy pocas veces: el 2003, que tocó en el instituto chileno–hispánico de cultura, el 2005 en Madrid, y el 2011, acá en Santiago; sin embargo la admiración y el amor que despierta nuestra música, la música inspirada en nuestras raíces, es lo que define a esta familia. Conocerse es reconocerse como parte integrante de una misma tribu, en donde la música es mágica, sagrada, pero no grave, todo lo contrario: es tremendamente alegre o tristísima, o sea maravillosamente humana.

Incorporo en este artículo dos composiciones: Arrurrú a Eva, inspirada en Yamandú, y Ritmandinho, dedicada a Raphael Rabello.El Guillatún

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