El Guillatún

Aleja

Aleja

Aleja (El Quisco, mayo 1989).

Ya antes de la muerte de mi madre yo solía comentar en voz baja y sorprendido, cada mañana, al despertar: «todavía estamos acá». No sólo en cuanto a que estamos vivos, si no también a que ésta es la historia; soy éste, vivo acá, con esta familia, y aparentemente avanzo día a día en esta historia. No dejaba de sorprenderme lo extraño de todo esto: la vida en este planeta, este planeta flotando en la nada, dando vueltas alrededor de un sol en la nada, en un universo inexplicable. El Big Bang, de acuerdo, ¿pero antes qué? «No, es que no hay un antes; el tiempo parte ahí». Ya… ¿Y esa explosión dónde se produce? «No, es que tampoco hay un dónde: todo está condensado en ese punto». Volverse loco no es tan improbable. ¿Qué es todo esto? ¿De qué se trata? ¿Y hay un límite, termina en algún lugar? ¿Pero qué hay al otro lado de ese muro? La alternativa de varios (de infinitos) universos paralelos me parecía que proponía laberintos más acordes con la inexplicabilidad de este misterio. Pero, también, la muerte: ¿y después qué? ¿Hay un después? La posibilidad de que hubiera un después (varios, infinitos despueses) también me parecía afin con ese laberinto, en donde ni la tierra es el centro del universo ni la especie humana es la única de la creación. ¿Pero para qué es todo esto? La transmigración de las almas y la vida como una escuela de la materia me pareció siempre algo más lógico que la burda imagen del cielo y el infierno; e infinitamente más coherente con aquel laberíntico misterio que desaparecer y dejar de existir, como si la vida fuera un milagro caprichoso por el cual hay que darse con tremenda piedra en el pecho. Es en ese sentido (y no en el de ninguna religión, de las que sin excepción descreo absolutamente) que me declaro creyente.

«Todavía estamos acá», entonces, entreabriendo los ojos en la mañana, mientras sentimos que la mente (¿el alma, el espíritu?) aún no aterriza del también misterioso laberinto de los sueños…

Y de pronto mi madre murió. Realmente, rotundamente. Inesperada y súbitamente. Tenía 45 años, trabajaba en Naciones Unidas —en la FAO— y realizaba consultorías en África, en viajes de aproximadamente un mes, una o dos veces al año. En el último de ellos, a Benín, contrajo malaria; no lo supo. Un viernes nos avisaron que estaba en coma, el lunes ya había muerto. Había alcanzado a regresar a Roma, en donde estaba la sede central de la FAO, para hacer el informe final (el año 1989 aún todo debía ser en persona). El amigo chileno en cuyo departamento alojó esos últimos días nos contó que de pronto se sintió mal. «Qué ganas de ver a mi papá», le dijo (mi tata había muerto hacía 10 años).

Mi abuela, que viajó el sábado, alcanzó a estar con ella. Yo, pasaje en mano y maleta hecha, y con la convicción de que mi sola presencia la sanaría, le escribía ese lunes una nota a Roberto —mi padrastro, quien estaba en Mendoza—, cuando llegó la Coquita, me puso la mano en el pecho, clavó su mirada dulce y asustada en mis ojos de 24 años, y me dijo esas palabras que no dejarán de sonar en mis oídos: «la Alejita se fue».

Se abrió el abismo. La mente en blanco. El corazón latiendo fuerte. «Así que ésta es la historia»… La garganta seca, el inexplicable deseo de que mil tambores sonaran. Un vaso de agua. El silencio de las amigas de mi madre, acompañándome. Se supone que los padres mueren antes que los hijos, pero no tanto antes. Observar mi respiración, el particular color del cielo, los árboles impertérritos ese 27 de noviembre. «Así que ésta es la historia». Sentarme en los escalones que dan al patio, acariciar mecánicamente al gato.

Horas más tarde, cuando fui a buscar a mi hermano a casa de un amigo, repetiría torpemente las mismas palabras de la Coca, suponiendo que yo también lograría esa profundidad, y que él también lo aceptaría. Fue una pésima idea. (¿Cómo habría sido mejor?) Sea como fuere, logré una de las cosas más difíciles que he hecho: decirle a mi hermano Tomás, 10 años menor, que nuestra madre había muerto.

Cada 27 de noviembre vuelvo a revivir ese clima, ese color del cielo, y nuevamente los vendedores ambulantes ofrecen espárragos y frutillas en los semáforos. Fue mi primera muerte en serio, mi primer aprendizaje profundo sobre la muerte y por lo tanto sobre la vida, es decir sobre la existencia. Fue la experiencia práctica, real, del teórico «todavía estamos acá».

¿Será, tal vez, un exceso de confianza de mi parte hablar de algo tan personal e íntimo como mi madre? ¿Por qué habría de ser compartible esta historia?

Mi madre me hizo, me formó, con su ternura, con su inteligencia, con su corazón, con su intuición, con su sabiduría. Posiblemente también con sus errores: con su humanidad. ¿Quién no es un combinado de virtudes y defectos? Su muerte temprana me golpeó y me marcó, y ese doloroso aprendizaje de algún modo ha teñido el recuerdo de su vida. Es ese recuerdo el que quiero traer ahora, porque sé que allí se encuentra parte fundamental de mi origen como artista, como músico, y, ciertamente, como persona.

Una pregunta esencial y recurrente me acompaña: ¿por qué soy creador de música? La elección de la música es un misterio, en el sentido de que no hay una referencia familiar directa. Recién en la universidad (cuando yo ya era músico) vine a saber de la existencia de un músico famoso en la familia: Domingo Santa Cruz (primo segundo de mi abuela, o algo así; no cuenta como influencia). Ya he relatado en el primer artículo de estas crónicas mis inicios a los ocho años motivado por las guitarreadas en los asados que se hacían en nuestra casa en Neuquén. Junto con la música, también a esa edad se manifestó el amor por la literatura y la escritura. Emilio Salgari y Julio Verne poblaron con piratas y con máquinas antiguamente futuristas mi imaginación infantil, y al igual que con la quena y las zampoñas, el juego más entretenido —estimulado por mi madre— era inventar mis propios cuentos y melodías. «Escriba, escriba», la recuerdo insistirme años después, cuando a mis 18 le leía algún cuento o reflexión.

Pero mucho antes que la música y la escritura, ya estaba el dibujo. Su comienzo se pierde en las tinieblas de una olvidada primera infancia en Berlín, que se disipan ya en Chile, a mis cinco años. Y allí está el recuerdo vivido de Aleja estimulándome a llenar de colores mis cuadernos. Traspasé el amor por dibujar y pintar primero a mi hermano Tomás y luego a mis hijos Raimundo y Eva, y recién lo he retomado a raíz de «Purreira» y las canciones para niños. Pero no sólo el gusto: también les traspasé esa libertad, esa locura y esa creatividad que viene de la Aleja.

Esa creatividad, esa locura y esa libertad estaban en todo: en cómo se vestía, en cómo bailaba, en cómo se reía.


Alejandra Dittborn Santa Cruz.

Su amigo Cristian Olivares, quien me conoció guagua en ese Berlín hippie y revolucionario de los 60 —y a quien he venido a reencontrar y en realidad a conocer hace pocos días— me confesó que él y todos los amigos estaban enamorados de la Aleja. «Tenía la sonrisa más hermosa de la tierra». Que un hijo concuerde en que su madre tiene la sonrisa más hermosa de la tierra es muy posible y probablemente muy poco objetivo. Pero todos quienes la conocieron coinciden en recordar el efecto sanador de sus carcajadas.

La risa y el humor siempre han estado presentes en mi familia. El humor es, en mi opinión, un valor fundamental para la vida; y muy especialmente la capacidad de reírse de sí mismo. Poder verse en el espejo y reconocerse ridículo, y aceptarlo. La gravedad no va conmigo. No concibo la vida sin la risa. Escucho reír a mis hijos y se me derrite el corazón. Recuerdo entonces la risa de mi madre y me siento agradecido de la existencia. Esa mujer maravillosa, luminosa, positiva, tierna y llena de risa me dio la vida.

Aleja era esencialmente positiva y llena de fe. Creía en todo, en todos los rituales, en todos los dioses, pero principalmente en los rituales de las culturas chamánicas. Y estudiando esas cosmogonías inventaba sus propios amuletos, sus propios rituales; y entonces entiendo ahora que yo quisiera inventar mis melodías, mis cuentos, mi manera de reinterpretar la vida. Viene de ella. Mi esencia creadora y creativa viene de ella. Es una constante actitud dispuesta al juego, a probar cosas nuevas, sorprenderse. Y en ese sentido ella era más joven que nosotros sus hijos. Más moderna, más arriesgada; más loca.

No tengo casi recuerdos de mi infancia; de hecho no recuerdo mis padres juntos. Pero el viaje de regreso a Chile, poco antes de cumplir cinco años, está un poco más nítido en la memoria: a bordo del carguero polaco «Seromsky», desde Hamburgo a Valparaíso, por el canal de Panamá. Aleja, recostada en su litera y mareada, me pide que le traiga un paño húmedo; de camino al baño evito mirar el inmenso mar por la claraboya: me da miedo. En Valparaíso alguien de largo impermeable blanco sube al barco. «¿Quién es ese señor?» «Tu papá.» No los volví a ver juntos. Ella no me habló de ese pasado; yo tampoco le pregunté. Mi papá, en cambio, lujo de detalles; por ejemplo mi mamá enojada, y un silencio de hielo que podía durar días (yo lo saqué de ahí).

Quisiera poder recuperar ese tiempo, esas calles, esos juegos en la nieve, esos trineos, esas botas de agua, esos autitos. La banda sonora, lo sé, eran principalmente los Beatles. Las fotos la retratan de pelo corto, botas altas, cartera de cuero (esa sí la recuerdo) y siempre con una máquina fotográfica. Mi mamá registrándolo todo en su Pentax, revelándolo luego en el laboratorio en la casa. Siempre hubo una pieza o un baño pequeño destinado a ser laboratorio. En Cipolletti, en Guadalajara, en Maputo. La luz azul, verde o roja; los negativos colgados; el olor de los líquidos en las palanganas, en los que mágicamente aparecían las imágenes en el papel.

¿Dónde están esas fotos?…

Primero, mi madre fue fotógrafa; y finalmente —por muy pocos años, pero con la suficiente entrega y pasión como para decir que ese fue su oficio— se dedicó a la astrología.

En mi familia, en distintas generaciones, muchas personas se han destacado en sus actividades, convirtiéndose en referentes importantes y conocidos: mi tío abuelo, Carlos Dittborn, organizador del mundial de Chile 62; mi abuelo, Eugenio Dittborn, director del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica en los 70 —la sala del teatro ubicada en plaza Ñuñoa lleva su nombre—; mi tío abuelo Hernán Santa Cruz, diplomático —el primer embajador de Chile ante Naciones Unidas—; mi tío Eugenio Dittborn, pintor, premio Nacional de arte; mi papá, Antonio Sánchez, filósofo, escritor y un agudo analista político en Venezuela; mi madrastra, Soledad Bravo, una de las voces más importantes de la música popular de Hispanoamérica; mi padrastro, Roberto Espina, dramaturgo, titiritero y hombre de teatro argentino —sus obras son representadas actualmente por muchas compañías en Latinoamérica y España—; mi hermano, Tomás Espina, uno de los pintores más importantes de la escena plástica Argentina; mi prima, Margarita Dittborn, artista plástica destacada de su generación.


Aleja con Chicoria (a los 12 años) y Tomás en México.

Asimismo mi madre, Alejandra Dittborn, fue una de las astrólogas más importantes e influyentes de fines de los 80. Vinimos a saber que había otra dimensión de la astrología, que no eran los horóscopos de feria de Yolanda Sultana, si no la astrología esotérica, según la cual elegimos el tiempo y el lugar de nuestro nacimiento y en donde nuestra carta astral corresponde el mapa de una semilla, un oráculo vinculado al universo de los símbolos Junguianos. Trabajó con los astrólogos más importantes de ese momento, como Elia Parada y Gonzalo Pérez, así como con estudiosos de otros oráculos, como Pedro Engel en tarot y Eduardo Labra en runas; y también con distintos terapeutas, sanadores y estudiosos de alternativos caminos de auto conocimiento y crecimiento espiritual: Lola Hofmann, Judith Camus (Luz Clara), Tom Heckel, Vicky Noble, Adrianita de Malloco.

La astrología y la visión esotérica del mundo, y esos caminos de conocimiento y crecimiento espiritual se transformaron en su vida; fue como si lo hubiera hecho desde siempre, o como si hubiera estado esperando para retomar el hilo. Incorporamos ese mundo al cotidiano. Para mi examen de grado, sobre el libro con piezas didácticas para piano Mikrokosmos, de Bela Bartok, le pedí a mi mamá que le hiciera la carta astral: aries con ascendente tauro. Aries: un pionero. Tauro: cuidando la tierra (el folklor). «Eso explica por qué hizo lo que hizo», le dije a una sorprendida comisión examinadora. «¿Pero tú crees en la astrología?» Me preguntó el profesor Juan Amenábar. «No», le contesté, «pero es cierta». «Ah, como los fantasmas» dijo riendo; «no existen, pero que los hay, los hay».

En el Chile de fines de los 80 (ad portas del plebiscito) estos caminos de conocimiento y crecimiento constituyeron una alternativa a la forma tradicional de ver el mundo según el eje derecha–izquierda, y junto a las cosmogonías chamanísticas de los pueblos originarios instalaron nuevas formas de entender y hacer política. Aleja (nunca le dije «mamá») fue gestora y parte del comité creativo de un gran encuentro de mujeres en el estadio Santa Laura. Las artistas, las políticas, las magas (mi madre entre ellas) hicieron un llamado a una mujer nueva. Allí estuvieron también Delfina Guzmán, Mónica Echeverría, Fanny Pollarolo. Recuerdo a Aleja y a Elia haciendo la carta astral de Chile, para entender desde otro punto de vista lo que sucedía o estaba por suceder.

Cuando encuentras un camino con sentido y que le da sentido a tu vida es lógico que se renueve tu universo de amistades, porque ese nuevo círculo será parte de ese camino. Me queda la sensación que esas amigas y amigos hubieran estado toda la vida: Verónica Ortíz, Coca González, Elia Parada, Malucha Pinto, Eduardo Labra, Cristina Aresti, Shlomitt Baytelmann, Coca Guazzini…

«Quisiera viajar mucho, antes de descansar los huesos» escribió en su diario de vida que leímos después de su muerte. Lo escribió en Benín. No sabía —no podía saber— que ese era su último viaje.

La muerte, la siempre indeseada, inesperada, nunca bienvenida. Todos vamos hacia ella, pero nadie quiere hablar de ese final. ¿Quién está preparado para morir? ¿Quién la mira de frente? Pero sobre todo este tiempo que tenemos de regalo: ¿qué hicimos? ¿Cómo vivimos? ¿Fuimos felices? ¿Fuimos sinceros? Aceptar la muerte y enfrentarla nos ayuda a la vida: nos hace tomar conciencia de este milagro, nos sitúa, nos ubica.

Con su alegría, con su optimismo, con su ternura, con su risa, Aleja me preparó entonces para la muerte.

Pero no me preparó para la nostalgia.

Han pasado 25 años cuando escribo estas líneas y no hay día que no la eche de menos, ni que lamente que mis hijos no hayan podido gozarla.El Guillatún


Aleja y Chicoria en Berlín.
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