El Guillatún

El placer de ser tú mismo

Poesía sin fin

Adan Jodorowsky como Alejandro en «Poesía sin fin».

Otra de las películas chilenas que hizo patria junto a Neruda (2016) de Pablo Larraín durante el Festival de Cannes 2016 fue el largometraje del controvertido realizador chileno Alejandro Jodorowsky Poesía sin fin (2016), obra participante en la sección Quincena de Realizadores del certamen internacional.

A partir del relato autobiográfico de su adolescencia y gran parte de su juventud en Santiago, Alejandro articula una serie de sucesos en clave poética que ponen en relieve la intensa lucha por la que tuvo que atravesar este artista chileno con tal de llevar a cabo su sueño de ser poeta. Desde la autoritaria personalidad de su padre hasta la inaprensible relación que tuvo con la poetisa chilena Stella Díaz, el retrato al que asistimos es al de un Jodorowsky frágil y vulnerable, donde la búsqueda de su lugar en el mundo es el tema que lo engloba todo.

Con un ingenioso trabajo de dirección de arte, la película nos traslada a un Santiago antiguo, a mediados de los años cincuenta en un icónico barrio Matucana, en el que los asesinatos y la pobreza estaban a la orden del día. Desde este sombrío lugar, el pequeño Jodorowsky inicia su travesía leyendo poemas de García Lorca, a pesar del rechazo de su padre, quien es interpretado en el film por su hijo mayor Brontis. Cuando logra escapar de este sofocante ambiente familiar, da a parar con un grupo de artistas que lo acogen en su casa y permiten que desarrolle su lado creativo. En este lugar también potencia su faceta como titiritero, lo cual le permitirá más adelante conseguir su propio galpón de trabajo, en el que oficiará dionisiacas fiestas, junto a una diversidad de personajes del ambiente bohemio y artístico del Santiago de aquel entonces. En este periplo con tintes surrealistas, el joven Jodorowsky conoce a Stella Díaz y a Enrique Lihn, quienes serán pilares fundamentales en la vida de este poeta chileno.

Desde el punto de vista fotográfico, Poesía sin fin saca a relucir una cámara totalmente libre, que sin temor a mostrar sus propios errores en la ejecución, vuela a través de los escenarios, re-encuadra en cámara a medida que se suceden las acciones, realiza zoom en virtud de destacar ciertas reacciones y plantea una gran dicotomía de color entre aquellos espacios que para el joven Jodorowsky representan lugares de alegría y tristeza, destacando una paleta de colores ocres y azulosos respectivamente. Este riesgo podría explicarse debido a la presencia de Christopher Doyle en la dirección de fotografía del film, cuyo trabajo previo junto al destacado director Wong Kar-wai se caracteriza por una cámara y un uso del color funcional al relato y a la emoción contenida en éste, antes que una fotografía pulcra y precisa. Por otro lado, la musicalización realizada por Adan Jodorowsky recorre cada una de las escenas, otorgando un matiz emocional diferente a una historia plagada de decepciones y alegrías para el joven Alejandro.

En este sentido, la búsqueda cinematográfica y de vida que nos plantea el artista chileno en esta nueva entrega fílmica supone un viaje a través de sus miedos más profundos, donde el ser homosexual se plantea como una de sus grandes inquietudes a lo largo de todo el metraje. La traición amorosa, por su parte, se articula en varios momentos como aquel talón de Aquiles de un poeta enamoradizo. Y por último, la constante lucha interna entre hacer lo que se quiere y hacer lo que se debe deja de manifiesto uno de los aspectos más relevantes de la filosofía del director chileno: el retorno hacia sí mismo.

Es en esta última dimensión que la película cobra un carácter especial para aquellos que la ven, ya que prácticamente nos hacemos parte de una terapia, en la que el director exhorta a todos sus demonios a salir de sí mismo (la mayoría de ellos asociados a la figura represora de su padre), para que fuera de él sean testigos de una liberación placentera, de un encuentro consigo mismo honesto y frágil, lleno de vitalidad, repleto de ganas de vivir, independiente de la opinión de su núcleo familiar más cercano o los fracasos amorosos que tuvo a lo largo de la vida. No es menor esto último si consideramos el inquietante momento en que Alejandro Jodorowsky aparece en escena, abrazando a su yo más joven, mira directamente a la cámara y le grita tanto a él como a nosotros los espectadores: ¡Vive! ¡Vive!

Y es que Poesía sin fin se transforma finalmente en eso, en una invitación a vivir, a lidiar con los fantasmas y los fracasos del pasado, a encontrar ese combustible que mantenga encendida esa llama siendo tú mismo ante el resto del mundo y lanzarse a vivir la vida a pesar de todo.El Guillatún

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