El Guillatún

Mar y fiaca (o un rayo cae sobre Villa Gesell)

Mar

Mar.

Ser absolutamente moderno es una prescripción muy propia de la modernidad. El temor a lo ya visto, a lo ya dicho, corroe nuestro proceso creativo, nos arrebata la espontaneidad. Tiñe nuestras mejores intuiciones de un sabor amargo a historia. Detrás de cada frase feliz, de cada encuadre afortunado, nos asedia el reconocimiento vergonzoso del plagio. Lo espontáneo nos abandona, o se vuelve prerrogativa exclusiva de los niños o los dementes. Esto ya lo había previsto Hegel cuando anunciaba la condición de pasado del arte. Y no es casualidad que bajo este sentimiento escatológico, florezcan toda clase de estratagemas que pretendan reinventar el arte, bien emulando derechamente el juego de los niños, o incorporando en él una suerte de incomodidad epistemológica, donde no sabemos si estamos asistiendo al relato o al meta relato, a la película o al documento del rodaje. Sin duda, esta incomodidad respecto a lo que deba ser la obra de arte, materializada irónicamente en los ready-mades de Marcel Duchamp a comienzos del siglo XX, ha dado pábulo al nacimiento de un arte «en progreso», donde lo incompleto es legitimado y su aparente economía aplaudida por legiones de intelectuales hartos de las risibles nociones clásicas de lo bello y lo sublime.

Mar, el segundo largometraje de Dominga Sotomayor, estrenado en el Festival de Cine de Valdivia 2014, está lejos del espontáneo encanto de su opera prima, De Jueves a Domingo, ganadora de la versión 2012 del mismo festival y de una serie de certámenes internacionales. Rodada en un balneario de Villa Gesell, en Argentina, en sólo ocho jornadas, Mar es el relato de una pareja treintañera sin hijos que está entrando en crisis. Martín, (Lisandro Rodríguez), es un hipocondríaco incapaz de tomar decisiones, Eli (Vanina Montes), una chica que los primeros quince minutos de película quiere volverse a casa. Una estadía en la playa soporífera, lugares comunes de la crisis vital, siestas sin imaginación… El conflicto está enunciado desde el primer momento: permanencia, hijos, estabilidad económica. Y no es casualidad que Eli, cuya ingenuidad conmueve, busque desesperadamente en el horóscopo el futuro auspicioso que su novio es incapaz de anticiparle. Acaso hacemos como Eli, cuando nos precipitamos desde la oscuridad sobre esa pantalla de sueños que es el cine. O cuando nos dejamos llevar por una aventura amorosa, para condimentar una insípida existencia. Digresiones aparte, Mar es un drama, con algunos ribetes cómicos, pero su directora prefiere decir que «es como la vida (misma), con situaciones absurdas, tristes o chistosas» (Entrevista CNN). Con encuadres abiertamente poco ortodoxos y con un post de imagen cruda, que pareciera obtenida directamente de la cámara, Mar está lejos de ser la vida misma, es un destilado del desgano, un manifiesto nihilista en toda norma. El lunfardo argentino conoce una expresión insustituible en este caso: la fiaca, fronteriza de nuestra «lata» chilena. ¡Y quién no ha tenido fiaca en vacaciones de verano! La indulgencia en la comida, en la bebida, esas tardes soporíferas donde incluso el sexo parece una actividad contraindicada. Sí, el ser humano conoce esos extremos. Pero el problema de Mar no es el aburrimiento. El cine puede aburrir y está en todo su derecho. Raúl Ruiz proponía incluso una defensa del aburrimiento en su Poética del Cine y la no menos surrealista imagen de los espectadores echándose una siesta mientras se proyectaba la película. Pero esta película sí tiene un conflicto central. No se trata de una verdadera deriva argumental en el sentido ruiziano. Si bien está sugerida la posibilidad de una aventura amorosa con la aparición de un «jote» chileno, la trama del romance trasandino les debió parecer a los guionistas un giro demasiado trillado y pese al condimento picante, es arrancado de raíz por la llegada de la madre, una borracha deslenguada que trae risas a la película y algo de profundidad psicológica a los personajes, pero que en resumidas cuentas no es más que «la suegra», ya conocida por todos.

Aclaremos algo, hay directores que han sabido recortar un pedazo de la vida, o parecieran hacerlo magistralmente. John Cassavetes, Mike Leigh y hasta cierto punto la argentina Lucrecia Martel, son directores que entregan parte de su poder al azar, pero justo lo necesario para extraer de él esa vitalidad desbordante, esa música del azar, para ocupar la imagen de Paul Auster. El problema con Mar, es su pretensión de estar hablando desde el azar sin antes descubrir por qué. Es comenzar a experimentar sin conocer las posibilidades dramáticas de sus personajes y en este sentido, la película defrauda la misma realidad de la que pretende ser un registro ingenuo. Si alguno defiende su integridad estilística bajo la categoría de experimentación, no ha empezado a solucionar el problema. ¿En virtud de qué existe esta categoría a la que tantos festivales han dado curso? ¿Acaso no es todo arte experimentación? He aquí el problema. Lo esencial de toda experimentación es poner en relación al sujeto, es decir, correr un riesgo, una operación de la cual no podemos prevenir el resultado. Pero la experimentación del arte es la relación del sujeto con la obra y ésta depende a su vez, de la limitación. Nadie lo dijo mejor que Igor Stravinsky en su Poética Musical: «Sólo he de habérmelas con una libertad teórica. (…) en arte, como en todas las cosas, no se edifica si no es sobre un cimiento resistente: lo que se opone al apoyo se opone también al movimiento.» Y esto es algo que no puede cambiar en el arte, pese a todos los progresos formales que se proponga. El movimiento y la posibilidad del automovimiento que reconocemos en la ficción, toman su vuelo de lo vivo. Si los personajes no están suficientemente vivos, no hay lugar para el azar ni la verdadera experimentación. Su resultado será apenas la pose que rinde pleitesía al interés festivalero por «nuevos lenguajes». ¡Como si los curadores de festivales fueran sibaritas insaciables, que hubiese que satisfacer cada día con nuevos manjares! Con hábitos tan indulgentes, no es raro que acaben confundiendo lo exquisito con lo descompuesto.

El sexto día de rodaje de Mar, cayó un rayo en Villa Gesell, fulminando a tres adolescentes que se encontraban en la playa a esa hora. La tragedia fue como un balde de agua fría para el equipo de producción, como si de pronto, toda la ficción resultara insignificante frente a la manifestación violenta e improbable de la naturaleza. Confiesa Dominga, que en ese momento «Nos cuestionamos cómo la ficción se quiebra con una tragedia así. Estábamos a pocos metros y nos sentíamos muy afectados. Lo que estábamos grabando fue quebrado por un hecho más relevante que el cine, más importante que todo» (Entrevista Emol). Y es verdad, frente a la noticia, incorporada de manera muy esquemática en la película, la trama, los personajes y su conflicto tan posmoderno resultan insípidos, irrelevantes. «La duda anula la eficacia del sacrificio», pensaba el primitivo hombre indoeuropeo. Y pareciera que el rayo viene a corroborar que se ha dudado, que el impulso no era tan sublime, que detrás del sacrificio se asoma el vergonzoso interés del fakir.El Guillatún

Exit mobile version