El Guillatún

ANTENA.10 / Wallmapu

Antena.10 - ilustración por Enkeli

Ilustración por Enkeli

WALLMAPU

Cuando chico no tenía muy claro qué era eso que me cautivaba de las culturas indígenas. Quizá esa mitología vibrante, llena de drama cósmico, héroes y situaciones cercanas, cotidianas; la sensación de que la naturaleza estaba viva, versus mi educación católica que me decía que cuando salía de mi casa todo ese mundo estaba inmóvil, que nada importaba, que la vida estaba en otro lado, que cobraría mi cheque cuando me muriera y que todo esto por lo que me esforzaba no era más que una larga PSU fome y litúrgico-lenta jornada hacia… no tenía idea! ¿Cómo comparar los relatos sobre el peyote, la ayahuasca y el sanpedro con lo que me pasó en diciembre de 1977? Me vistieron de celeste y blanco, por primera vez con corbata, me llevaron al templo, esperé dos horas, emocionado y expectante, hice la cola para esperar el pan (literalmente) y cuando pusieron ese pedazo del cuerpo de DIOS!!! en mi lengua… no pasó nada.

Tampoco había experiencia extática. La catarsis me la dio el Thrash metal y sus misas multitudinarias, el paganismo nórdico y la oscuridad de esa caverna sonora donde me sentaba a conversar con mis demonios internos. La conexión con el mundo me la dieron los retazos de new age rasca que llegaban a través de pocos diarios y algunos libros mal elegidos, la sensación de que el cosmos estaba vivo, me hablaba y estaba conectado a través de él con todo y a todos me la dio descubrir la alquimia, la astrología y un montón de seudo gnosis tóxicas que se filtraban como humedad por las cañerías de mi pobre entorno sin bibliotecas y cuatro canales de TV en dictadura.

¿Qué me cautivaba de las culturas indígenas? Que ellos parecían tener todo eso en un sistema ordenado, coherente y bello. Todo tenía sentido en su mundo y parecía girar ordenadamente en torno a una gran idea a la que uno podía llamar: cosmovisión.

Quise despertar la sangre mapuche que tengo a través de mi abuela materna, o la aymará que tengo a través de mi bisabuela nacida en Iquique, doña Corsina Santos de Morales, señora gordita, morena, con cara de plato y trenzas negras kilométricas. Busqué pedazos entre mi amnesia de mestizo y cuando tuve que hacer mi tesis de diseñador me agarré con mi profe porque en vez de Gropius, Itten o Mendini me interesaba hacerle una cesárea a América recogiendo textos indígenas de primera fuente, desde los tlinkit en Alaska hasta los selk’nam en Tierra del Fuego.

Si no me entraba por la experiencia quizá me entraría por la cabeza, pero tampoco fue así. Viajé a México buscando tirarme de cabeza en el conflicto americano-europeo, el teatro del primer choque. Tuve suerte, conocí gente, me involucré en sus cuestiones y terminé una noche en una sierra en Guerrero en la fiesta discreta por el aniversario de la muerte de Cuauhtemoctzintli, el último rey, tlatoani, azteca. Ahí estaba yo, sentado junto a un tolteca y a un navaho. Mi amigo Iztacuauhtli (que se avergonzaba que su apellido fuera Santander), estaba feliz porque había una pluma de cóndor en la fiesta. A mí me daba pudor, obviamente era un polizón, un infiltrado pero él me calmaba. Culminó la noche con la danza al interior de una iglesia muy antigua con todos sus símbolos cristianos descabezados donde bailamos entre una nube de copal frente a un esqueleto humano, los supuestos restos de Cuauhtemoc. Todos sabían cómo comportarse menos yo. Regresé a Chile descorazonado, en el avión escribí en mi carpeta: «No tengo pueblo», un poco más abajo «los americanos somos fantasmas flotando sobre un territorio que desconocemos». ¿Qué es ser chileno? La bandera, las empanadas, la selección chilena, puras cuestiones generales foráneas con detalle local.

Unos años después, alrededor del 2000, viajé a la zona pehuenche. Terminé sentado afuera de la casa de don Crescencio Meliñir almorzando y conversando sobre el valle de Quinquén. Cuando le pregunté de dónde venía su familia me contó que de cierto valle desde donde habían tenido que movilizarse para resolver ciertas cuestiones, me dio nombres de su familia de ese entonces, me dijo que habían sufrido algunas calamidades y que nuevamente debieron desplazarse cuando llegaron los españoles, cruzar a Mendoza un tiempo antes de regresar. Mi cabeza sufrió un mareo de tiempo, tuve la certeza de ser un recién llegado, además que con suerte recuerdo el nombre de un par de mis bisabuelos.

El 2009 viajé a Temuco a realizar actividades como escritor y se coordinaron visitas a escuelas rurales. Me tocó la escuelita de Cunco chico, llena de niños mapuche de una zona gris, no viven en la wallmapu profunda ni en Temuco, pero están expuestos a ambos. Me dolió la vergüenza de su origen de algunos, comprensible por lo demás, son años de burlas y desprecio a su condición. Frente a ellos exploté y por primera vez dije que los wingka no teníamos cultura, que ellos eran un pueblo y que eran mejores, no superiores porque nadie lo es, pero mejores. Pregunté:

– De donde viene mi ropa, de China.
– Mis bailes, de USA, España.
– Mi idioma, de Castilla.
– Mi religión, de Medio Oriente.
– Mis utensilios, de Europa.
– Somos Frankensteins —les dije y se rieron mucho.
– Los mapuche, de dónde viene su ropa, su idioma, su religión, sus utensilios, sus comidas, sus tradiciones, … Son todas propias.

No me malinterpreten, no soy una especie de autoflagelante cultural, creo que somos un Frankenstein a la manera de una cazuela, con ingredientes diversos, recién cortados, recién puestos al fuego, con ingredientes crudos y especias que aún no cuajan, no se mezclan del todo. Estamos recién por acá, no entendiendo mucho, mandándonos muchas cagadas como un niño malvado rompiéndole el orden a un anciano que sabe perfectamente como funcionan las cosas. Arrogantes y soberbios como un adolescente que cree que se las sabe todas, y no cacha dónde tiene el poto. Monos con navaja.

Somos una cazuela cruda, pero estoy seguro de que cuando esté lista será exquisita, en unos 300 años más quizá XD XD. Si integramos bien los ingredientes ¿Cómo puede salir algo mal si son italianos, franceses, quechua, mapuche, rapa nui, catalanes y toda una lista de sangres que levantaron civilizaciones y cosmovisiones maravillosas? El punto está en la prudencia del chef para integrar la receta.

Se supone que los chilenos somos hijos de los españoles y los indígenas de esta tierra. Al menos eso nos enseñan en el colegio. La verdad es que en La Araucana, ese canto épico fundacional que nos convierte en uno de los pocos pueblos en contar con uno, hay españoles y mapuche, y con el tiempo se eleva la sospecha que la famosa integración no se produjo nunca, que sigue habiendo conquistadores refugiados en sus ghettos, casándose entre ellos, profesando la misma religión, viviendo en los mismos lugares, haciendo negocios entre ellos, mirando hacia Europa y viviendo la lógica de la colonia, la nobleza y el feudo; y mapuches resistiendo. Y entre medio una zona gris enorme, más grande que el conflicto, flotando como fantasmas sobre el territorio, queriendo ser indígenas, queriendo ser de esa clase dominante, queriendo ser croatas, alemanes o italianos, poniéndole el sticker con la bandera de Catalunya a sus autos, buscando pertenencia. Siendo fantasmas sobre el territorio. Con la sensación de que la famosa promesa de ser un pueblo-mezcla nunca se ha cumplido en realidad.

Pedro Cayuqueo, el periodista, me dijo algo en una conversación. Me habló de la mapuchización de los chilenos, me dijo que había que ceder un poco ellos y un poco nosotros para integrarnos. Me hizo sentido como una granada de mano dentro de mi cráneo. Podríamos partir por una cuestión de lenguaje, que los mapuche dejen de hablar de «los chilenos» en términos despectivos, porque son chilenos también los que llenan las marchas de apoyo y firman peticiones de protesta frente a los abusos, porque son esos mismos chilenos los que hoy, en una encuesta de radio Cooperativa, dicen que el 82% opina que el Estado chileno está en deuda con el pueblo mapuche. Podríamos decir que los chilenos somos mapuche y permearnos a la enorme riqueza que tienen para entregarnos, entender, como dijo la machi Juana Calfunao, que «Los mapuches y los chilenos tenemos una lucha común, un mismo opresor».

A veces pienso que los mapuche nos deben ver como cáscaras vacías, como remedos de europeos sin médula. Perdidos buscando nuestra alma en el yoga, el Vaticano, o el zen. Cuando la verdad siempre ha estado aquí, como siempre, como en todos lados, bajo los pies, en los cerros, en los hermanos de la tierra. Cuando comenzó la crisis de sentido en occidente y las búsquedas trascendentales, cuando nos dimos cuenta que la hostia era harina con agua y no nos pasaba nada cuando la ingeríamos, cuando los chilenos en particular nos dimos cuenta que faltaban cosas en nuestra incipiente, pequeña y sencilla cultura, no nos dimos cuenta que había un tesoro de sentido al lado nuestro, ese tesoro sigue ahí. No se trata de ponerse poncho y trarilonco, como dice Cayuqueo, eso no se aplica ni siquiera para ellos; se trata de dejar de mirar hacia Zurich o Vermont y mirar más hacia Temuco o San Pedro de Atacama, se trata de acercarse con menos miedo y menos prejuicios (buenos y malos), se trata de no satanizar y mucho menos de endiosar, porque son tan buenos y malos como cualquiera, llenos de problemas y contrasentidos internos como cualquiera (es hasta chistoso hablar en estos términos). Se trata de escuchar sus historias y bajar la cabeza frente a lo que dicen sus abuelos, porque son nuestros abuelos también, estoy seguro que la sangre va a escuchar, la sangre de mi abuela va a escuchar y todo va a empezar a cobrar sentido, porque somos de acá, y la gracia de una cultura como la mapuche es que se crió, se moldeó, se estructuró y funciona con el territorio como un reloj, escuchemos ese tic-tac hasta que nuestro corazón se coordine también. Quizá ahí surja el verdadero chileno y podamos por fin sentarnos a comernos esa cazuela exquisita todos juntos.El Guillatún

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